Churchill, el hombre bajito que venció a su propia cobardía
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El tamaño sí importa. Hitler lo sabía. Al igual que Napoleón, Mussolini y Stalin. El llamado «síndrome del hombre corto» ha sido definido por los científicos como aquel por el que los individuos de poca estatura compensan sus escasos centímetros con excesos de agresión. Lo cierto es que muchos de los líderes mundiales que cambiaron para siempre el rumbo de la historia con decisiones de lo más virulentas no superaban el 1,73 metro de altura. Pero la lista estaba incompleta y Boris Johnson propone ahora incluir a todo un mito en el Reino Unido: Sir Winston Churchill (1874-1965).
Con sus 1,67 metros, el hombre que lideró al país durante la II Guerra Mundial era incluso más bajo que el Führer y, según Johnson, su comportamiento en la edad adulta atendió al deseo de venganza con los que le habían intimidado en la escuela llamándole «enano». El alcalde de Londres publica «The Churchill Factor» («El factor de Churchill»). El libro, que ya está acaparando titulares, acaba de salir a la venta, cuando faltan tres meses para el 50º aniversario de la muerte del que fuera «premier».
Conocido como la «ambición rubia» por sus deseos de convertirse en un futuro en el inquilino de Downing Street, el excéntrico alcalde de la capital británica es todo un personaje tanto dentro como fuera del consistorio. ¿Quién, sino él, podía dar una disertación sobre las próximas elecciones generales con una marioneta que ridiculiza su melena albina? Su estrategia política es tan aclamada como criticada, pero lo que nadie pone en duda son sus extensos conocimientos en Historia. Y por eso su libro ha creado tanta expectación. En efecto, las batallas y los discursos de Churchill han sido analizados en centenares de ocasiones, pero, hasta ahora, nadie se había parado a estudiar hasta qué punto su estatura marcó luego las decisiones que gobernaron al país.
Frases apócrifas
Tampoco nadie había examinado cuáles de las frases que se le atribuyen al político son realmente verdaderas. Y éste es otro aspecto que ha llamado la atención de los críticos. Aquí va un ejemplo: la leyenda cuenta que cuando Nancy Astor, la primera mujer diputada, le dijo: «Si fuera su esposa, le pondría veneno en el café», Churchill le contestó: «Nancy, si yo fuera su marido me lo bebería». La realidad es que la conversación fue parte de una broma de una columna publicada en el «Chicago Tribune» en 1900, casi 40 años antes de que el primer ministro y la diputada se conocieran.
Con otros, quizá la anécdota jamás habría sido dada por buena desde un principio. Pero con el perfil de Churchill encajaba, porque, en efecto, sí llegó a decir alguna que otra ocurrencia... por llamarlo de alguna manera. Para el disfrute del lector se recogen las más aclamadas, como la que tuvo lugar en 1946: Bessie Braddock, descrita en el libro como «una diputada laborista regordeta que odiaba a los tories», le dijo: «Winston, está borracho» y éste le respondió: «Usted es fea y yo estaré sobrio por la mañana». La escena fue luego confirmada por su guardaespaldas, Ron Holding. Claro que el propio Johnson no se queda atrás en lo que a frases célebres se refiere. El alcalde de Londres ha llegado a decir: «Si votas a los “tories”, a tu mujer le crecerá el pecho» o «apoyar al Ukip (partido euroescéptico) es como practicar el sexo con una aspiradora».
Volviendo a Churchill, que al fin y al cabo es el protagonista, la biografía explica que a pesar de que en su madurez fue un hombre de éxito con multitud de dotes –aparte de su carrera política, destacó como pintor y escritor, llegando a recibir el Nobel de Literatura–, pese a que su infancia fue traumática. A diferencia de los demás niños de Harrow, nunca formó parte del equipo de fútbol. Tampoco jugó al críquet. El único contacto que tuvo con la pelota era cuando se la tiraban para atacarle y se tenía que esconder en el bosque. Su tartamudeo y su ceceo tampoco se lo pusieron fácil. En definitiva, siempre fue objeto de burla. Pero con el tiempo, según recoge el libro, aquellos episodios crearon un gran deseo de «mostrar a los matones que estaba hecho de otra pasta».
En una carta a su madre, que explica lo que el autor describe como su «audacia suicida» en la batalla de Malakand en 1897, Churchill escribió: «Siendo un cobarde en muchas cosas, en particular en la escuela, no hay ambición que más anhele que ganar una reputación a nivel personal».
Su valentía temeraria no empezó con las batallas en los cuatro continentes en las que estuvo como soldado y en las que además actuó como corresponsal de guerra. Según Johnson, durante su adolescencia ya comenzó a demostrar coraje. Cita como ejemplo el día en el que estaba jugando con su hermano y primo en Dorset. Cuando éstos le atraparon en un puente dejándole sin vía de escape, Churchill decidió saltar sobre un abeto. Cayó al suelo y no recuperó la consciencia hasta tres días después. Tuvo que estar en reposo durante tres meses. No fue la primera vez en que a punto estuvo de perder la vida. Hubo otros innumerables episodios, pero salió de todos ellos más preparado para correr luego el tipo de riesgos que lo convirtieron en el líder que la historia recuerda. «Después de haber vencido a su propia cobardía –escribe Johnson– ya le era fácil vencer todo lo demás».
Por otro lado, al igual que Hitler, Stalin y otros muchos mandatarios, Churchill poseía un enorme ego. Johnson asegura que se consideraba a sí mismo como «el hombre más grande en el imperio más grande de la Tierra», y, por lo tanto, «el hombre más grande de la Tierra». Aunque señala que otros historiadores van más allá, sugiriendo que Churchill se veía como el «hombre más grande en el imperio más grande de la historia»; es decir: «El hombre más grande en la historia del mundo».
Grandeza de corazón
Con todo, a diferencia de los dictadores asesinos del siglo XX, Churchill tenía una «grandeza de corazón» que lo marcó como una persona con mucha compasión. Cuando su madre decidió despedir a su niñera, por ejemplo, se quedó horrorizado y decidió apoyarla económicamente. Con sólo 20 años, pagó su lápida.
Era generoso tanto con los suyos como con su personal e incluso con extraños. Como prueba, el gesto que tuvo con una mujer de la limpieza del Ministerio de Defensa. Ésta encontró un archivo marcado con «Top Secret» en una cuneta de camino a casa. Le mandó a su hijo que se lo entregara a un oficial militar de alto rango. El archivo, sin abrir, contenía las órdenes de la batalla de Anzio. Cuando Churchill se enteró de lo ocurrido, se puso a llorar y ordenó que la nombraran Dama Comandante del Imperio Británico.