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Ciclismo, drogas. alcohol...y muerte

En el Tour de 1967, Tom Simpson se derrumbó en el Mont Ventoux por las anfetaminas, el coñac y el calor.
larazon

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En el Tour de 1967, Tom Simpson se derrumbó en el Mont Ventoux por las anfetaminas, el coñac y el calor.
El mundo descubría el amor y el buen rollo y pensaba que todo, esta vez, podía ser distinto. Que ese verano quizá fuese el primero del resto de nuestras vidas. En Francia, en el calor de julio, sin embargo, los ciclistas miraban hacia la carretera sin fin, o peor hacia la carretera que subía y pensaban o confirmaban que todo iba a ser como había sido siempre, como sería mañana y al otro día y al año siguiente, por los siglos de los siglos: sudor, kilómetros y una pedalada y otra pedalada y otra pedalada. 40 dio el inglés Tom Simpson, según cuenta Ander Izagirre en su canónico libro «Plomo en los bolsillos». 40 desde que se derrumbó por primera vez subiendo el Mont Ventoux y pidió que le volvieran a subir a la bicicleta. «Put me back on my bike», decía, pese a su estado y pese a ir de lado a lado de la carretera, bordeando el precipicio. Quería seguir, pero no podía. La segunda vez que se cayó, y cuando le consiguieron soltar las manos agarradas al manillar como quien se agarra a un trozo de madera en el mar, esa segunda vez, no se levantó.
El Mont Ventoux ardía por la carretera pelada, sin una sombra. Un puerto descubierto para el Tour veinticinco años antes y que ya había agotado a varios ciclistas. En 1955, Ferdinand Kluber lo subió, se paró, lo bajó y en algún momento, dio media vuelta para ir en dirección contraria. A Kluber le habían advertido que no era una montaña cualquiera, que había que respetarla, y Tom Simpson, más de diez años después, se había marcado esa etapa como clave para hacer daño y dejar su huella en la prueba francesa. Era su modo de hacerse ciclista. Es decir, de hacerse hombre.
Porque el Tour no le iba tan bien como esperaba. Pigneon mandaba y tenía a Poulidor trabajando para él mientras el español Julio Jiménez buscaba subidas para arañar tiempo al líder. Mont Ventoux era su territorio y se marchó, con Poulidor a su rueda.
Simpson lo intentaba, pero no podía. Por si el recorrido no era lo suficientemente duro, la organización del Tour ponía reglas para hacerlo un poco más complicado, como si temiesen que la prueba se humanizase. Los ciclistas sólo tenían derecho a dos avituallamientos, es decir, a dos momentos en los que recibir comida o agua. Algunos aprovechaban algún pinchazo u otro percance para recibir alimento de manera ilegal, pero los más, lo que hacían eran los conocidos «cafe-raid»: ir en grupo a los bares y arrasar con las bebidas que hubiese, sin pagar y cogiendo lo primero que tenían a mano. Los dueños de los bares les temían; los clientes les apoyaban. Eso hizo aquel día Colin Lewis, el compañero de habitación de Tom Simpson, el mismo que una noche se llevó una bronca de él porque después de desenvolver en su cuarto un papel de plata con ocho pastillas, de anfetaminas al volver, sólo encontró siete. Tom acusó a Colin de habérsela robado, pero estaba en el suelo.
Ese 13 de julio, Colin, con otros gregarios, arrasó un bar, cogió una coca cola y algo más, sin saber muy bien qué era. Llegó a Tom y le dio el refresco. No dejó ni una gota. La boca seca, sudor y frío a la vez. «¿Qué más tienes?», le dijo, quizá apremiante o desesperado. Colin sacó la botella de su espalda: había cogido coñac. Cuenta Colin que Tom dudó un poco, pero aquella montaña era el desierto y su cuerpo con anfetaminas y calor y en busca de otra pedalada necesitaba líquido. Le pegó un trago y la tiró.
Y después.
Era el verano del amor, la vida sin reglas. El año siguiente comenzaron los controles anti dopajes en el Tour.