«Django», un arranque desafinado en la Berlinale
El festival se inauguró ayer con un «biopic» de contenido político, el del músico de «jazz manouche» Django Reinhardt, cuya relación. con los nazis fue controvertida por interpretar un estilo artístico que consideraban «degenerado». Sin embargo, la cinta de Etienne Comar no logra plasmar con un mínimo interés la vida del guitarrista gitano, sino que cumple con todos los tópicos del género
El festival se inauguró ayer con un «biopic» de contenido político, el del músico de «jazz manouche» Django Reinhardt, cuya relación
con los nazis fue controvertida por interpretar un estilo artístico que consideraban «degenerado».
Hace más de 70 años, el guitarrista Django Reinhardt se negó a bailarle el agua a los nazis, y se escapó de París para cruzar la frontera con Suiza y evitar que instrumentalizaran su música en lo que iba a ser una gira por toda Alemania, con Hitler y Goebbels como sus más célebres espectadores. Hay que entender, pues, la inauguración de la 67ª edición de la Berlinale como un acto de justicia poética que tiene mucho de declaración de principios política. Ahora que Alemania acepta a los refugiados con los brazos abiertos, es la hora de denunciar, gracias a «Django», debut en la dirección del guionista Etienne Comar, que hubo un tiempo no tan lejano en que los perseguía para exterminarlos.
El interés de «Django» es puramente extracinematográfico. Su presencia refuerza la imagen de marca de un certamen que, a falta de estrellas (y este año se pueden contar con los dedos de una mano: Richard Gere, Hugh Jackman, Ewan McGregor), ha encontrado en su compromiso ético con la realidad su manera de subsistir en el mercado festivalero, su rasgo distintivo más llamativo frente al tsunami de Cannes y a la videncia de Venecia, que lleva cuatro años regalándole a Hollywood las películas más oscarizables. El perfil bajo de la Berlinale, al menos como plataforma de los grandes títulos de la temporada invernal, se compensa con una selección ecléctica e impredecible, que ha servido para lanzar la carrera internacional de cineastas como Asghar Farhadi o Maren Ade, que este año compiten por llevarse el Oscar a la mejor película extranjera.
Etienne Comar entró en contacto con la música de Django Reinhardt desde pequeño: su padre coleccionaba sus discos. No es extraño que, cuando decidió dirigir su ópera prima, Comar empezara a afinar los acordes de su guitarrista favorito en su cabeza. No era el primero a quien se le había ocurrido la idea: durante años, el productor Frank Marshall tenía los derechos para hacer un «biopic» protagonizado por Johnny Depp. El proyecto no llegó a buen puerto, y ahí es donde entró Comar, que quería centrarse en un episodio concreto de la vida de Reinhardt, ese aciago 1943 que le convirtió en fugitivo, junto a su esposa embarazada y su madre, apoyado en la sombra por su devota amante. «Mi intención era hablar de la responsabilidad política de los artistas en un mundo en conflicto permanente», explicó Comar en rueda de prensa. «Me interesaban especialmente los paralelismos con la actualidad. Es inevitable pensar en los refugiados cuando ves lo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial». Reinhardt era de ascendencia gitana, lo que añade una capa de autenticidad a la lectura contemporánea de la película. «Los gitanos han soportado grandes injusticias a lo largo de la historia. Son un pueblo nómada, sin tierra», asegura Comar. «Es la música lo que les ha permitido sobrevivir a semejantes infortunios, lo que ha dado significado a su existencia».
- Ambivalencia
Reinhardt, que en esa época era toda una celebridad, empieza teniendo una posición ambivalente respecto a su papel en la ocupación nazi. Por un lado, se muestra displicente con los militares que insisten en invitarle a tocar en Alemania, negándose a ir de gira; por otro, no tiene ningún problema en admitir que la guerra no va con él, que no es responsable del público que asiste a sus conciertos. Esa actitud encarna la disyuntiva que Comar pretende responder con la, por otra parte esquelética, evolución dramática del personaje. ¿Puede el arte ser apolítico o ser artista significa, por definición, manifestarse políticamente? «La música tiene el poder de crear un universo alternativo al que nos rodea», dice Comar, lo que explica la narcisista burbuja en la que vive Reinhardt durante buena parte del metraje. «El arte puede cambiar el modo en que vemos y escuchamos el mundo», apostilló Reda Kateb, que encarna al guitarrista sin demasiada convicción. «Django aprende a abrir los ojos a la realidad de su entorno».
Uno de los pocos aspectos interesantes de la película es descubrirnos cuál era la relación de los nazis con la música popular. «Entre los principales objetivos de los regímenes totalitarios siempre ha destacado el deseo de coartar la libertad de los artistas, y la música es lo primero que persiguen e intentan reprimir». En los años cuarenta, el jazz levantaba pasiones: era el equivalente, según Comar, del rock and roll en los cincuenta o del tecno en los noventa. «Por naturaleza, el jazz encarna el mestizaje entre diferentes culturas», convirtiéndolo en el paradigma de la música degenerada para los que creían en la pureza de la raza aria. Los nazis tenían, no obstante, una relación paradójica con el jazz: por un lado lo veían como una amenaza, como un portador de caos, y por otro, se sentían atraídos por él, hasta el punto de invitar a Reinhardt, por un nada módico precio, a tocar para ellos. Cuando el músico lee las condiciones que ponen los nazis para sus conciertos, la rigidez de sus normas, que rayan en lo surrealista, contrasta con la agilidad con que Reinhardt, que bailaba claqué sobre las cuerdas de su guitarra, concebía su arte.
Sorprende que una película tan preocupada, en el plano teórico, por hacer de la música un espacio de libertad expresiva, se muestre tan incapaz de plantearse, desde la puesta en escena, cómo filmarla. Es uno más de los síntomas de impotencia de «Django». Si, por un lado, Etienne Comar parece tener muy claros sus objetivos ideológicos, cae de cuatro patas en todas las trampas del «biopic» al uso. Lo más grave no es la funcionalidad de su planteamiento visual, que confunde clasicismo con atonía, sino la falta de entidad dramática del personaje, común al conflicto central de la película, que debería mantenernos en vilo cuando solo nos aletarga. Se nos dice, por activa y por pasiva, que Django y su familia están en peligro de muerte, pero nunca sentimos esa amenaza. Vemos a un hombre sin más atributos que su genialidad, y tampoco entendemos la relación de intensa complicidad con su esposa, ni siquiera con su amante, a la que Cécile de France encarna como si se hubiera escapado de una «Casablanca» de serie B. La vitalidad de la música de Reinhardt, a la que tanto provecho ha sacado su principal valedor en Hollywood, Woody Allen (autor, por cierto, de una hermosa película inspirada en su figura, «Acordes y desacuerdos»), se desliza como un paño seco por las imágenes de «Django», sin dejar huella. Y lo que pretende ser un tributo al ignorado pueblo gitano, se queda en un desafinado, olvidable ejercicio académico.
Verhoeven «for president»
Sabia decisión la de nombrar a Paul Verhoeven como presidente del jurado de la 67ª edición de la Berlinale. Sabia y justa: «Elle» le ha puesto en el lugar que se merecía desde, al menos, «Showgirls». Pletórico, el cineasta holandés se quejaba ayer de que Hollywood ya no hacía películas adultas, simplemente porque no daban dinero. Y esperaba, de su paso por la Berlinale, que las reuniones con sus compañeros de jurado –entre los que destacan la actriz Maggie Gyllenhaal y el actor Diego Luna– fueran polémicas y controvertidas. Verhoeven tiene fama de no morderse la lengua: otra cosa es si el cine, de carácter marcadamente social, que predomina en la sección oficial le despertará el más mínimo interés. Nunca se sabe: el precedente de George Miller presidiendo el último festival de Cannes da escalofríos. Una pena que «El bar», de Álex de la Iglesia, no concurse: habría estado bien saber si Verhoeven iba a comulgar con su apocalíptica hostilidad. ¿O qué pensaría de «Pieles», la ópera prima de Eduardo Casanova, que se presentará en la sección Panorama el próximo sábado? ¿Habremos perdido la oportunidad de que el cine español, después de tantos años, ocupara un lugar destacado en el palmarés de la Berlinale?
Escasa presencia española
En la 67ª edición de la Berlinale participan del festival varias películas españolas, así como coproducciones.
«Pieles», de Eduardo Casanova y «Estiu 1993», una coproducción hispano-francesa dirigida por Carla Simón, optan al premio al mejor filme debut dentro de las secciones Panorama y Generation KPLUS respectivamente. Dentro de la sección Panorama también ha sido seleccionado el documental de Fernando León de Aranoa «Política, manual de instrucciones».
En la sección Berlinale Special Gala se proyectará «La reina de España», de Fernando Trueba y protagonizada por Penélope Cruz. «El Bar», de Alex de la Iglesia, celebrará su estreno mundial durante el festival dentro de la sección oficial, aunque no competirá.