"El crack cero": El largo adiós
Dirección: José Luis Garci. Guión: José Luis Garci y Javier Muñoz. Intérpretes: Carlos Santos, Miguel Ángel Muñoz, Luisa Gavasa, María Cantuel. España, 2019. Duración: 130 minutos. Thriller.
¿Qué estaba haciendo José Luis Garci el año que murió Franco? Paseándose por las productoras de la Gran Vía para ver si alguien le compraba el guión de «Asignatura pendiente», su ópera prima, que, en 1977, ya en plena Transición, se convertiría en un clamoroso éxito de público. El título era lo suficientemente explícito para que entendiéramos que la película iba a explicar las angustias y esperanzas de toda una generación que, bajo el peligro del desencanto, quería sacar nota en la recuperación postfranquista. Garci se convierte, en la segunda mitad de los setenta, en el verborreico portavoz de esa generación.
Por eso «El crack» es una película tan importante en su filmografía: lejos de ser una anomalía, un homenaje puntual a ese «film noir» clásico que sigue poblando sus sueños de cinéfilo, era el pistoletazo de salida de su Operación Nostalgia, que, desde «Canción de cuna» hasta «Holmes & Watson. Madrid Days», configuró un retorno al edén del pasado como cápsula del tiempo donde los sentimientos puros, los diálogos literarios, los códigos de honor inquebrantables y la austeridad formal conforman una burbuja densa, a veces impenetrable, de añoranza por tiempos que siempre fueron mejores.
Cuando en «El crack one», suerte de precuela que cierra la trilogía, aparece la dedicatoria a James M. Cain, esperamos que la pasión devoradora de sus personajes contagie las andanzas del detective Areta, ahora con los hieráticos rasgos de Carlos Santos, acaso más creíble que Alfredo Landa. Fiel a su estilo, de una académica rigidez, la pasión está desecada de esta historia de corruptelas, secretos de familia, amantes desoladas y prostitutas de lujo. Los diálogos se declaman, las escenas funden a negro en un pudoroso ejercicio de contención, los actores tienden a una inexpresividad cuasi bressoniana en un Madrid que, en pleno tardofranquismo, en un prístino blanco y negro, parece anclado en los años cincuenta. Se habla como en el cine, no como en la vida, aunque parece que Areta, tan «hard boiled» como romántico, parece haberse escapado de una novela de Chandler, no de Cain.
El problema es que el planteamiento formal –agarrotado, tenso, plúmbeo– y narrativo –desdramatizado, mecánico– asfixian la propuesta, le sustraen toda tensión. No se levanta el ánimo ni siquiera cuando el Moro, ahora interpretado por Miguel Ángel Muñoz, aparece como contrapunto cómico para humanizar el conjunto. Al resultado no le falta rigor, aunque a veces Garci tenga que esforzarte en borrar la palabra «mortis» para que Areta, ese detective melancólico, nos afecte con sus duelos y su intachable sentido de lo que está bien y lo que está mal.