El mercenario portugués que trabajó para los GAL
El documental «Tierra de nadie», de Salomé Lamas, recoge el testimonio de Sobral de Figueiredo, asesino a sueldo en Angola, El Salvador y España
Se llamaba José Paulo Rodrigues Sobral de Figueiredo, era portugués y, de no ser por el interés de una joven documentalista de su país, Salomé Lamas, su historia podría ser una de tantas nunca contadas o, en el mejor de los casos, una de tantas apócrifas y difíciles de creer. Pero tipos como Figueiredo existen a la sombra de nuestras democracias. Lamas le puso una cámara delante, entre noviembre de 2011 y febrero de 2012, y dejó que el ex mercenario, de 66 años, hablara. Lo que cuenta en el documental «Tierra de nadie» –pasó por Documenta Madrid y llega el viernes a los cines– es tremendo y sin artificios: una silla y un tipo que hasta puede parece afable. Sonríe cuando cuenta cómo los batallones contrarrevolucionarios lanzaban granadas contra las chabolas angoleñas: «Nunca cogíamos prisioneros. Sólo muertos», dice sin inmutarse. O cómo dejaban restos de niños a su paso. O cómo actuaron por encargo de la CIA en El Salvador... «La orden era matar». «Me gustaba el ejército, me gustaba matar», dice quien llegó a visitar hospitales en tiempos de paz para poder oler la sangre.
Apoyo del Gobierno
La historia de Figueiredo nos toca de cerca en España: fue uno de los mercenarios contratados por los GAL, el grupo armado financiado por el Estado entre 1983 y 1986. El documental dedica uno de sus capítulos a escuchar, de boca del protagonista, cómo Amedo y Domínguez «nos dijeron, o al menos de forma implícita, que nuestras acciones tenían el apoyo del Gobierno español», el visto bueno del portugués y el del servicio secreto francés. Repite como un mantra una frase, «para grandes males, grandes remedios», y justifica la existencia del grupo armado organizado por el Estado: «ETA no era nada mientras hubiera GAL». Aunque no se arrepiente de nada: «Mataban a más inocentes que culpables», asegura de ETA. La pregunta última, el famoso Sr. X, queda sin respuesta, aunque la confesión deja dos frases interesantes: «Los obstáculos del Gobierno de Felipe González a los investigadores son la prueba de su involucración», dice Figueiredo en un momento. Y en otro: «Felipe González nunca organizó ningún grupo terrorista... Aceptó lo que se encontró». Es, por supuesto, la palabra de un mercenario en una confesión fragmentada y llena de contradicciones. Fue condenado por el ametrallamiento del bar «Batxoki» (seis heridos, 1986), pero él habla de siete muertos (¿se referirá al atentado del bar «Monbar», en 1985?); habla de un miembro de los Grapo asesinado a distancia cuando abría su coche un 25 de diciembre de 1979, pero la descripción parece cuadrar mejor con la muerte del etarra Mikel Goikoetxea «Txapela» (el 29 de diciembre de 1983). Pero las dudas permanecerán: tras rodar el documental Figueiredo murió, llevándose los secretos de su memoria, acaso brumosa, a la tumba.
La cineasta filmó al militar en varias jornadas en 2011. «Nunca daba entrevistas, porque no estaba seguro, pero entré en contacto con él en un momento en que vivía en la calle, desde hacía algún tiempo ya, porque rechazaba y sentía una gran ira hacia la sociedad». Por eso, explica, «me dijo que, por un lado, quería hablar, pero que, por otro, el filme no era tan importante para él. Lo único que le obsesionaba era que la película fuera sobre la verdad... O su verdad». Tratando de no juzgar a su entrevistado, Lamas advierte: «Por supuesto, se tocan una serie de acontecimientos históricos, pero no se trata de asegurar que tal cosa pasó de una u otra forma. Eso está claro en el filme, y creo que él quería contar su historia porque ése fue nuestro trato. Me dijo: "Te voy a usar para contar mi historia". Y yo le dije: "Está bien, porque yo te voy a usar para hacer una película. Es justo". La relación para hacer la cinta se construyó sobre esa base».
Una vida por 60.000 euros
El discurso de Figueiredo es contradictorio sobre el número de asesinatos que cometió (¿siete atentados, nueve muertes? No queda claro). Da detalles de cómo mató a un miembro de los Grapo, y de un atentado múltiple en el bar «Batxoki»; de cómo eran contratados por los comisarios Amedo y Domínguez, y pagados por la «Dama negra»; incluso cómo fue hasta Nicaragua para matar a dos etarras. Por cada asesinato recibían 60.000 euros al cambio actual.