Johnny Depp: «El mal y yo somos viejos amigos»
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El camaleónico actor se da un baño de masas en la Mostra de Venecia con «Black Mass», donde interpreta a un informante corrupto del FBI con un rostro, de nuevo, irreconocible
¿Era o no cerveza sin alcohol lo que bebía Johnny Depp en la rueda de prensa de «Black Mass»? Si confiamos en sus palabras, deberíamos pensar que lo era. Si nos atenemos a su pegajoso, espumoso modo de hablar, la conclusión es que tal vez llevaba whisky en la botella. No importa: en una Mostra cada vez más escasa en estrellas –todas prefieren irse a Toronto, porque lo tienen a un tiro de piedra– y con los pases de prensa más vacíos de los últimos diez años, la llegada de Johnny Depp fue como maná caído del cielo. Había admiradores cogiendo sitio en los alrededores de la alfombra roja desde las seis de la mañana. Admiradores a los que Depp dio las gracias, y parecía muy sincero. «Toda esa gente que está esperando horas y horas para decirte hola», afirmó, «son mis verdaderos jefes. No me gusta el término ‘‘fans’’. Son los que van al cine y quieren pasar dos horas conmigo. Es muy conmovedor, muy emotivo».
¿Qué sería «Black Mass» sin Johnny Depp? Pues lo de siempre: un ‘‘thriller’’ al estilo James Gray, basado en hechos reales, que muestra, con el ánimo del cine de los setenta, las conexiones entre los bajos fondos y las fuerzas vivas (del FBI), los códigos de honor marcados a fuego por infancias compartidas en los barrios más castigados de América, códigos que unen de por vida a hombres que están a distintos lados de la Ley. Empezando por «Infiltrados», que está inspirada en la misma historia que cuenta «Black Mass», y acabando en «La noche es nuestra», el cuerpo de películas que comparten trama, personajes y estilo es amplísimo.
w la violencia de bulger
Lo que aporta personalidad al filme de Scott Cooper es la excelente, contenida interpretación de Johnny Depp en la piel de James «Whitey» Bulger, ser diabólico que aún se está pudriendo en la cárcel y que tan pronto ayudaba a una viejecita a cruzar la calle como le reventaba la cabeza a uno de sus rivales. «Encontré el mal en mí mismo hace mucho tiempo. Somos viejos amigos», confesó risueño. «No creo que nadie se levante, se lave los dientes, se mire en el espejo y piense: “Hoy voy a hacer el mal”. En el contexto de su negocio, la violencia es un lenguaje que Bulger comparte con la gente de su entorno. Luego es un hombre de familia de lo más cariñoso: ama a su madre y a su hermano por encima de todo. Él siente que hace lo correcto. Hay algo poético en la superposición de esas dos caras».
El caso es que, como buen géminis, Depp tiene más de dos caras. Diez, catorce, dieciséis. Últimamente, todas las que no eran el capitán Sparrow (esto es: en películas como «El llanero solitario», «Mortdecai» o «Transcendence») le habían dado más de un disgusto entre crítica y público. Su afición al camaleonismo y a la sobreactuación le estaban llevando a un callejón sin salida. «Mis héroes son John Barrymore, Timothy Carey, Lon Chaney, John Garfield, Marlon Brando», admitió Depp. «Mi responsabilidad ante el público, como hacían ellos, es trasformarme, sorprenderlos, no aburrirlos interpretándome siempre a mí mismo. La actuación es una suma de seguridad y peligro». Con ayuda del látex, el pelo teñido de rubio y lentillas de un penetrante color azul, Depp encarna a Bulger encontrando el difícil equilibrio entre psicopatía y corazón, controlando los desmanes del personaje y a la vez haciendo que cada gesto ajeno pueda provocar una reacción sangrienta.
w Dumont, alienada
Johnny Depp fue, recordémoslo, un ejemplar Ed Wood. A Marguerite Dumont le pasa lo mismo que al director de «Plan 9 From Outer Space»: está convencida de que es la mejor en su campo, pero es la única que lo está. Vive en un estado de alienación total y absoluta: es rica, su marido le es infiel y lo que más le importa es cantar ópera. Cuando abre la boca, el mundo se calla: las notas que salen de ella matarían a un sordo. La Dumont de «Marguerite» –no confundir con la Margaret Dumont de los hermanos Marx, aunque su permanente sentimiento de desubicación la convierta en su gemela– vive en la eterna puesta en escena de un talento que nadie detecta. Gracias a la empática, brillante interpretación de Catherine Frot –a la que el director Xavier Giannoli escogió después de verla en un montaje de «Días felices», de Beckett– el espectador percibe la candidez, la inocencia, la bondad y, al fin, la locura extrema de una mujer que encuentra su voz en la disidencia del error.
La película, a la que le sobra media hora de metraje, toca demasiados palos para salir indemne. A ratos es una doble historia de amor con ecos de «El crepúsculo de los dioses», a veces cuestiona las contradicciones de ciertas vanguardias artísticas al admirar y explotar lo defectuoso como portador de belleza. No obstante, la pasión de Marguerite –inspirada (y van...) en la cantante Florence Foster Jenkins– se contagia a la platea, y aunque la dirección de Giannoli, de corte claramente clásico, no hace justicia a la excentricidad de su heroína, vale la pena oírle cantar hasta el final.