Juliette Binoche: «Antes de aceptar un proyecto huelo a los directores»
Inaugura la Berlinale bajo cero en su nuevo filme junto a Isabel Coixet, «Nadie quiere la noche», un viaje de emociones al Polo Norte
Tiene un currículum de toma pan y moja. Es pintora, madre y dio calabazas al mismísimo François Miterrand. Es de las pocas que ha ganado el premio a mejor actriz en Berlín, Cannes y Venecia, y además un Oscar. Pocas coleccionan semejante nómina de cineastas en su carné de baile. Godard, Kieslowski, Kiarostami, Carax, Techiné, Hou Hsiao-Hsien, Assayas, Haneke, Malle, Dumont, Akerman, Ferrara, Cronenberg... Inverosímil lista a la que se añade ahora Isabel Coixet, que la esperó contra viento y marea hasta que leyó el guión de «Nadie quiere la noche» y aceptó embarcarse en esta aventura polar que ayer inauguraba la Berlinale. Entre carcajadas estentóreas y una expresividad animada por la cafeína de un espresso, Juliette Binoche, a un mes de cumplir 51 inviernos, habla con la sencillez de quien ha dado la vuelta al mundo.
–¿Cuándo y cómo se forma el binomio Coixet-Binoche?
–Sabía que un día u otro íbamos a trabajar juntas. Estuvimos a punto de hacerlo unos años atrás, con una película situada en la Segunda Guerra Mundial que al final no salió. Cuando me ofreció este guión, fue muy categórica: «Sin ti no voy a hacerlo». Si un director te dice algo así, tienes que tomártelo en serio. Vi «Mi vida sin mí», que me emocionó; «Mapa de los sonidos de Tokyo», y «Ayer no termina nunca», que me pareció brillante. Y allí me di cuenta de cómo rodaba Isabel, pintando con la cámara.
–Josephine Peary montó una expedición al Ártico en 1908 para buscar a su marido, que quería ser el primero en pisar el Polo Norte. ¿Fue el coraje de esta mujer en una época en que la aventura estaba reservada a los hombres lo que la atrajo del proyecto?
–En una película me gusta asistir a una transformación. Creo que vivimos para transformarnos a través de las emociones. Los actores estamos muy en contacto con ellas, y me gusta pensar en mi oficio como una manera de compartir e iluminar esas emociones en el espectador. Mi personaje tiene que crecer a través del contacto con una «inuit», con quien no tiene nada que ver. Es a través de una crisis, y de una soledad casi absoluta, que entiende que necesita al otro, y madura. Dos tercios de la película transcurren en un espacio interior. Y eso es lo que cuenta: el viaje de Josephine va del exterior al interior.
–¿Qué es lo que aprende?
–Para sobrevivir, Josephine tiene que bajarse del pedestal del poder y de la diversión. Sólo desprendiéndose de estas capas puede llegar a lo más profundo de sí misma.
–¿Cómo influyó el paisaje y el clima en su manera de concebir el personaje?
–Fue difícil, porque en verdad solamente rodamos en Noruega durante diez días. Todo lo demás fue en estudio, no contábamos con la fuerza de los elementos para situarnos. Pero el actor también trabaja con la imaginación, no sólo con la realidad de las cosas. Hace tres años visité la Antártida, y el recuerdo de ese viaje me ayudó a sentir de nuevo ese frío imposible, la experiencia de la naturaleza en su dimensión más salvaje.
–Hay un hilo conductor que recorre toda su filmografía. Desde «Azul» hasta «Camille Claudel 1915», sus personajes están solos, aislados, o se ven obligados a negociar con una otredad que no entienden. ¿Se reconoce en esa soledad?
–Y quién no. La mejor interpretación proviene de la sensación, de cómo la haces creíble para el espectador. La memoria y la imaginación son los dos recursos que utiliza el actor para trabajar, y esos recursos confluyen en tu cuerpo. Ahora hablo de la interpretación, pero también hablo de la vida. Josephine tiene que lidiar con una soledad autoimpuesta, pero también debe comprender que necesita a Allaka (la «inuit» que interpreta Rinko Kikuchi) para sobrevivir. Cuando está sola, necesita hacer todo tipo de cosas para sentir que está viva, pero llega un momento en que ya no puede hacer nada porque no hay nada afuera. En las situaciones extremas es cuando sabes realmente quién eres. Lo físico se convierte en existencial. Y es ahí donde la película empieza a hablar de la condición humana.
–«Nadie quiere la noche» es una doble historia de amor, con un hombre ausente y entre dos mujeres. ¿En qué sentido trata sobre lo femenino?
–Tal vez suene algo presuntuosa, pero las mujeres son más rápidas que los hombres. Quizá sea porque podemos dar a luz o somos más terrenales. Soy madre de un chico y una chica, y lo veo los hombres son más lentos en madurar. Las mujeres necesitamos ser más pacientes. Y lo digo por mí, que soy muy impaciente. Al empezar la película, Josephine es muy masculina, es una conquistadora, no tiene miedo a nada. Pero al final tiene que meterse en ese iglú, simbólicamente muy femenino, para descubrir una dimensión que se negaba a sí misma y convertirse en una persona completa. Todos necesitamos ser masculinos y femeninos a la vez. La cuestión es encontrar un equilibrio.
–En cierto modo, Josephine tiene que probar al mundo que puede realizar su sueño. En su experiencia como actriz, ¿se ha encontrado alguna vez en esa situación?
–Cuando era pequeña competía más con los chicos que con las chicas. Con los que eran más poderosos o, mejor dicho, con los que lo parecían. Las chicas no me interesaban. Eso me lleva a preguntarme: ¿qué representa un director de cine? Por una parte es una especie de figura paterna y por otra, alguien con quien competir. Cuando empiezas a trabajar con él, hay que abandonar las luchas de poder. No somos un hombre y una mujer, somos dos personas que colaboran y se apoyan.
–Cuando acepta un proyecto, ¿cómo enfoca su trabajo?
–Huelo a los directores. Prefiero aproximarme a ellos de una forma muy intuitiva. No me gusta hablar demasiado en el rodaje, no quiero llegar a la escena encerrada en una caja de ideas preconcebidas. Quiero estar presente, en mi cuerpo.