A Rumanía le toca el gordo
La Berlinale consagra a «Touch me not» como mejor película y ópera prima en una edición para olvidar en la que Wes Anderson es el mejor director
La Berlinale consagra a «Touch me not» como mejor película y ópera prima en una edición para olvidar en la que Wes Anderson es el mejor director.
Quien avisa no es traidor. Lo primero que ha dicho el presidente del jurado de la 68 edición de la Berlinale, Tom Tykwer, es que algunas de las deliberaciones han durado más que las propias películas, y que el palmarés no solo iba a premiar lo que el cine es capaz de hacer en el presente sino lo que podrá hacer en el futuro. Argumento que daba por supuesto que la selección oficial, la peor de los últimos años, podía conjugarse mirando más allá de su ombligo. El Oso de Oro a la rumana «Touch Me Not», de Adina Pintilie, también ganadora del premio a la mejor ópera prima, es ese gran ombligo ensimismado.
Disfrazándose de obra abierta, que mezcla documental y ficción con la fluidez que reclama para vivir la sexualidad en una sociedad que parece haber olvidado que la salud mental empieza en ser consciente de nuestro propio cuerpo, «Touch me not» es una afectada, pedante sesión de «mindfulness» que legitima y solidifica los tabús que pretende desmitificar explotando, por un lado, su dimensión más bizarra y rebozándolos, por otro, en vagos discursos terapéuticos.
Triángulo amoroso
No es difícil imaginar por qué a Tom Tykwer le ha interesado «Touch me not», si recordamos que hace unos años dirigió «Three», en la que proponía un triángulo amoroso en el que la bisexualidad se percibía como elemento liberador de las convenciones del matrimonio burgués. Más allá de especular sobre sus gustos personales y los del resto del jurado (que incluía al exdirector de la Filmoteca Española, Chema Prado, al músico Ryuichi Sakamoto, a la actriz Cécile de France y a la crítica Stephanie Zacharek), el premio a la película rumana –y, por extensión, el Gran Premio del Jurado a «Mug», de la polaca Malgorzata Szumowska– puede entenderse en sintonía con la edición de un festival que ha convertido el #MeToo en su grito de protesta. «Me alegro de ser una mujer cineasta», decía la realizadora de «Mug». Sencilla, rotunda declaración de principios que se hermanaba con la dedicatoria de Ana Brun, mejor actriz por su estupendo trabajo en «Las herederas», a las mujeres paraguayas, símbolo de convicción y fortaleza.Que la notable película de Marcelo Martinessi también haya ganado el premio Alfred Bauer, que recompensa la apertura de nuevos caminos formales en el cine actual, denota cuál es la posición del jurado de la Berlinale respecto a esta era tan convulsa. Los tiempos son, y serán, femeninos.
Por lo demás, la Berlinale no puede renunciar a sus signos de identidad. Si es un certamen que ha servido como plataforma de lanzamiento del cine latinoamericano desde hace más de una década (recordemos los galardones de «La teta asustada», de Claudia Llosa, y «El club», de Pablo Larraín), es lógico que los citados premios a «Las herederas» y el merecido Oso de Plata al mejor guión a la excelente «Museo», de Alonso Diazpalacios, continúen la tradición. Finalmente, es fantástico que el jurado se haya acordado de Wes Anderson, que tal vez ha firmado la película más redonda de la sección oficial, la magnífica «Isla de perros».
Todos los festivales tienen su fondo de armario, su catálogo de descubrimientos, y hay que admitir que la Berlinale fue el primero de los tres grandes en confiar en él, seleccionando a competición «Los Tenenbaum». Si buceamos un poco en la hemeroteca, también es la Berlinale el único festival que le ha incluido en su palmarés con todos los honores (Gran Premio del Jurado por «El Gran Hotel Budapest»). Por eso el Oso de Plata al mejor director de ayer noche fue, por un lado, un acto de justicia poética y, por otro, el modo en que la Berlinale se celebraba a sí misma. Lo decíamos antes: todo es una cuestión de ombligo.