Alberto Rodríguez, el ego mínimo
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El director de «La isla mínima», revelación del año, que transcurre en una inquietante e inadvertida Sevilla, desborda sensatez y años de oficio.
Alberto Rodríguez, el mejor director español de cine, no irá a Madrid hasta unas horas antes de los Goya. Quiere evitar que le muerdan demasiado los nervios. «¿Qué hago yo tanto tiempo allí? –se pregunta–. Mejor me presento a última hora». El anuncio de las nominaciones volvió a meter a la gente en el cine para ver «La isla mínima». A estas alturas, ha atraído a un millón de espectadores y ronda los seis millones de euros en taquilla. Todo este éxito lento depende, en gran parte, de un hombre cuyo sentido del glamour es ir andando solo por las calles de Sevilla. Siempre parece que acaba de bajarse del autobús de línea, que va buscando una plaza o está esperando a un amigo. Berlanga hablaba de los cinéfilos como gente monocorde, simple, obsesionada por un solo palo. Rodríguez nunca fue un cinéfilo, aunque su padre, qen trabajaba en Televisión Española, estaba encargado vocacionalmente de un cineclub. Rodríguez El viejo, que no éste con el que hoy vamos charlando mientras caminamos por el centro de la ciudad, alquilaba las películas en el Claret Films, una tienda de películas guardadas en viejas latas de celuloide cuyo responsable era un cura claretiano. El padre llevaba las películas al cineclub pero antes o después se las proyectaba en casa a sus dos hijos, Alberto y su hermana.
Cara o cruz
La primera película que tiene recuerdos de ver en un viejo cine es «Viaje al centro de la tierra», probablemente en una versión española. Fue en el gran cine Imperial y, no por lo mala que era, le produjo pesadillas durante años. A Alberto le gustaba leer más que el cine (Dashiell Hammmett, Raymond Chandler, Vázquez Montalbán) y más que leer, obviamente, vivir, aunque este oficio, el de vivir, está para inventar. «El que no ama está muerto», dijo San Juan; «el que no inventa no vive», precisó Matute. Con ganas de conocer pero sin tenerlo claro, cuando tenía diecisiete años llegó a las puertas de la Facultad de Ciencias de la Comunicación y con un íntimo amigo que iba con él al colegio desde la infancia, apostó: «Nos lo jugamos a cara o cruz: cara, Imagen y Sonido; cruz, Periodismo». Salió cara para darle la razón a Edgar Neville: en el destino de un hombre cualquier decisión o imprevisto aparentemente intrascendente tiene consecuencias. Digamos decidir ir o no a una fiesta, confundir una calle o que salga cara. «En la clase de Imagen y Sonido sólo éramos 40. Hicimos un gran grupo, con camaradería y proyectos comunes. La gente tenía tanto interés que los profesores nos ponían películas mudas un lunes a las ocho de la mañana y, con la luz apagada, nadie se dormía. El verano que me licencié acepté una sustitución en Canal Sur Televisión. Lo que iban a ser dos meses se convirtió en seis años. Hacía de todo y recuerdo especialmente un programa, “¿Qué pasó con...?’’, que hablaba de la fama. Buscábamos a gente de gran popularidad en su momento, pero que habían sido olvidados o arrinconados. Estaban pasados de moda. Era una forma de hacer una breve película y de indagar en la condición humana».
Su primer proyecto cinematográfico fue una deslumbrante cosa de colegas. «El Factor Pilgrim» –El factor Peregrino– hablaba de un humilde autor que había escrito las grandes canciones de los Beatles pero cuyo talento depredarían Lennon y McCartney. Aquella la rodaron en el año 2000 en Londres, en el metro y allí donde podían. Sin pedir demasiados permisos porque no había ni fondos ni comodidades. Él y el otro codirector, Santiago Amodeo, fueron reconocidos en el Festival de San Sebastián con un premio especial.
En esto de vivir, Rodríguez tomó notas en la Alameda anterior a la Expo del 92. En la vieja Alameda, en esos años, había una Andalucía que agonizaba y otra que llegaba, mezclada en ese punto del tiempo. Allí había bandas de rock esperando a tocar en el Fun Club, bares para arrojados y las últimas casas señoriales con sus travestis descarados y sus prostitutas o en las puertas o en una mesa camilla aguardando en el zaguán. «Fue antes de que el boom arrinconara este ambiente y apareciera un nuevo barrio, donde los pisos pasaron de valer dos a 20 millones. No sé a dónde fue a parar toda esa gente, la que estaba en la dureza de la calle Joaquín Costa. ¿Desaparecieron con la Expo? Con el 92 descubrimos una Sevilla cuyo esqueleto de la Cartuja todavía parecería joven en cualquier nueva ciudad del mundo, y se evaporó otra, que estaba a este lado de la valla de Torneo. A finales de los 80, tener aire acondicionado era un privilegio. Ahora asoman los ‘‘splits’’ blancos en cada balcón. Para la anterior película, ‘‘Grupo 7’’, los tuvimos que borrar digitalmente. Viajar a épocas relativamente recientes te hace comprobar la velocidad a la que cambia todo».
Con «Grupo 7», de 2013, ya estuvo sentado en el patio de butacas del centro de Congresos Príncipe Felipe; alcanzó entonces 16 nominaciones: «Estos premios te hacen un sitio en la cartelera, aunque quince días después está en marcha la cosechadora de los Oscar. Nuestra ceremonia tendría más sentido en otra fecha, llevando el compás del calendario; hay que evitar que la reverberación de los medios se diluya». El sábado volverá a los Goya, esta vez con 17 apuestas por una película que ha triplicado el número de espectadores de la anterior y lo ha consolidado definitivamente aunque los pies no se le despegan del suelo por la fuerza de la sensatez y quizá por la fuerza de la gravedad de las hipotecas. La industria española del cine tiene tiempos de huevo de diplodocus. Esta larga gestación entre película y película (3 o 4 años) le ha llevado, en lo económico, a ser previsor, a una austeridad de 80 metros y al cineclub casero Canal Plus. «Los grandes guionistas de nuestro cine son además otra cosa: telefonistas, autónomos, conductores. Están pluriempleados porque dedicarse a la escritura del cine no les da para vivir. En la industria americana hay margen para dedicarse por entero a escribir. Los norteamericanos saben que el cine es una divisa, una carta de presentación de todo el país. Hace poco estábamos echando un partido de fútbol. Y cuando acabó el partido, no sé por qué, los del otro equipo empezaron a decir que el cine español era una mierda. Nosotros comenzamos a rebatirlo y cuando no entraban en razones, dijimos: ‘‘Eh, es que nosotros somos directores de cine’’. ¿Por qué no se dice lo mismo de la política, la agricultura o la industria?». Rodríguez conoce bien una capa social que va por debajo del folclore y los lugares comunes y, en esta película y en las otras, todo este nervio del desencanto y la contradicción fluye como la lava de un volcán. Éste es su hallazgo definitivo y el del guionista, Rafael Cobos, el haber encontrado un territorio, todo un territorio inmenso en el sur, rico en historias y fuera del lugar común. Luego está la electricidad de las tramas, claro, de la que habla Cobos. Y así les están saliendo estas películas. El próximo proyecto en el que ambos trabajan es una historia sobre Luis Roldán y aquellos otros años de corrupción que nos llevan hasta hoy mismo.
La vez anterior que entrevisté a Rodríguez iba con un carrito rojo y su hijo dormido. Paseamos una hora, que es lo que tenía antes de recoger de la clase de inglés a su otra hija. Esta vez fue capaz de subirse a un alfeizar para hacer las fotos y cuando intentamos pedir una cerveza en El Salvador ninguno de los dos tenía dinero. Bueno, él 70 céntimos. A veces, la gentileza comparte contigo ese sentimiento universal de ciudadanía de barrio, comparte la sobrevenida mediana edad y comparte hasta las viejas noches, enterradas ya en el aire.