¿Cómo se armó el belén?
La noche del 24 de diciembre de 1223, Francisco de Asís preparó un pesebre con heno, hizo traer un buey y un asno y, dispuso todo para que en ese establo improvisado se celebrara la Santa Misa. Deseaba que las gentes de Greccio pudieran sentirse partícipes de la escena y les entrara por los ojos la humildad de un Dios que se hace niño y pobre, que nace sin nada.
La noche del 24 de diciembre de 1223, Francisco de Asís preparó un pesebre con heno, hizo traer un buey y un asno y, dispuso todo para que en ese establo improvisado se celebrara la Santa Misa. Deseaba que las gentes de Greccio pudieran sentirse partícipes de la escena y les entrara por los ojos la humildad de un Dios que se hace niño y pobre, que nace sin nada.
Desde entonces, la costumbre de recrear el escenario del nacimiento de Jesús se ha ido difundiendo por iglesias, hogares y edificios públicos, congregando a familiares y amigos en torno al portal de Belén.
Esas representaciones tienen como fuente de inspiración principal la historia narrada en los Evangelios. En ellos se dice que Jesús nación en Belén de Judá, a ocho kilómetros al sur de Jerusalén, una población pequeña situada en una loma, al pie de la cual se abre un extenso llano donde se cultiva trigo y cebada, por eso el pueblo recibió el nombre de Bet-Léjem, palabra hebrea que significa «Casa del pan». Según una vieja tradición, en esos campos Booz había conocido a Rut, la moabita.
Su bisnieto, el rey David, nació allí. Sus habitantes vivían del cultivo de cereales y del pastoreo de rebaños en las zonas más áridas de la región, en el límite con el desierto de Judea. Las casas eran muy sencillas, de adobes, y aprovechaban las cuevas del terreno para resguardar el ganado y guardar sus aperos. No serían muy distintas de las casitas y grutas que se representan en los belenes, con animales, paja y herramientas de trabajo.
El Evangelio de Lucas señala que María, después de dar a luz a Jesús, “lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento” (Lc 2,7). La palabra “aposento” designa aquí y en otros textos evangélicos la habitación más espaciosa de las casas, que podía servir como salón o cuarto de huéspedes. Pero ese lugar noble y concurrido no permitía preservar la intimidad del nacimiento. San Justino afirma que Jesús nació en una cueva y tanto Orígenes como los evangelios apócrifos refieren lo mismo. El “pesebre” mencionado por san Lucas sugiere que el lugar del nacimiento era un espacio donde se guardaba el ganado. En la gruta de la Natividad de Belén el pesebre estaba tallado en la roca viva y es rectangular, formando un hueco donde se dejaba el alimento que se daba a las bestias: no heno, que no había, sino paja con un poco de cebada. En ese lugar colocó María al Niño, envuelto en pañales (Lc 2,7).
San Francisco de Asís puso en su peculiar recreación del establo de Belén un buey y un asno, animales que no se mencionan en el relato evangélico. La idea está inspirada posiblemente en un texto del profeta Isaías que dice: “Conoce el buey a su amo, y el asno, el pesebre de su dueño. Pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne” (Is 1,3). Así somos a veces los hombres, como aquellos animales, que tenían entre ellos al Hijo de Dios hecho hombre, y no se daban cuenta. Por eso su presencia se ha hecho imprescindible en el portal de Belén, ya que asno y buey son como una representación de la humanidad, desprovista de entendimiento cuando va a lo suyo, pero que, ante la humilde aparición de Dios en el establo, puede reconocer a aquel que lo ama y está dispuesto a sufrir todo por redimirlo.
Entre los sucesos ligados al nacimiento de Jesús el Evangelio de Mateo menciona que unos magos llegaron a Jerusalén preguntando: “Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle” (Mt 2,2). De ahí que parte esencial de un Nacimiento sean los Reyes Magos montados en sus camellos, siguiendo el camino marcado por una estrella.
Desde hace tiempo los estudiosos de la Biblia se han preguntado qué fenómeno pudo ocurrir en el firmamento para que fuera interpretado por estos hombres como una señal divina. Las hipótesis que se han dado propuesto son, sobre todo, tres: 1) Kepler (siglo XVII) hablaba de una estrella nueva, una supernova: una estrella muy distante en la que tiene lugar una explosión de modo que, durante unas semanas, tiene más luz y es perceptible desde la tierra; 2) un cometa, pues los cometas siguen un recorrido regular, pero elíptico, alrededor del sol: en la parte más distante de su órbita no son perceptibles desde la tierra, pero si están cercanos pueden verse durante un tiempo; 3) también Kepler llamó la atención sobre una conjunción planetaria de Júpiter y Saturno, un fenómeno periódico, que, según parece, pudo darse en los años 6 ó 7 antes de nuestra era, es decir, en la fecha que se considera más posible para el nacimiento de Jesús.
Al poner el Belén los niños siempre se asustan un poco cuando su padre pone sobre las montañas de corcho el castillo de Herodes y les cuenta quién ese personaje. En el horizonte de Belén todavía hoy se divisa la inconfundible silueta del Herodium, un palacio-fortaleza que Herodes había construido cerca de allí.
El historiador Flavio Josefo habla de la crueldad de Herodes, que nada más acceder al trono, el año 38 a.C., hizo que fuera degollado Antígono, pariente de su mujer, que era el más directo aspirante al título. Después mató a toda la familia que rivalizaba con él por el reino, incluyendo al abuelo y al hermano de su mujer, Aristóbulo III, que era Sumo Sacerdote, al que ahogó en unos baños. Después mató a su mujer Mariamme, y a tres de sus hijos, siempre por miedo a que le arrebatasen el trono. No es, pues, de extrañar, que cuando oyó hablar de que en Belén había nacido el rey de los judíos, su reacción fuera tan cruel como la que relata el evangelio de San Mateo.
Recuerda Marcel Proust en el primer libro de la serie "En busca del tiempo perdido"que, después de muchos vaivenes en la vida, al reconocer el sabor de un trozo de magdalena mojada en tila que su tía le daba, el mundo que lo rodeaba comenzó a recobrar su consistencia. Aquel gusto sencillo e inconfundible que el tiempo había borrado casi por completo de la memoria de su paladar despertó a ese niño feliz que llevaba dormido dentro. Se reencontró consigo mismo. Cada vez que la mojaba para acercarla a la boca, todo el mundo de su infancia salía de su taza humeante de tila.
Esa experiencia se repite en Navidad. Cuando menos lo esperemos, la melodía de un villancico, el rumor del agua que corre en el gran Belén de casa de los abuelos, o los ojos asombrados de un niño ante las carrozas de la cabalgata de Reyes evocará recuerdos que remuevan los sentimientos más arraigados en el corazón. Podremos reencontrarnos con nosotros mismos, con la fe sencilla de la infancia, con la alegría aventurera de la juventud, seguros de que también ahora vale la pena luchar por sacar adelante una familia y construir un mundo mejor.
*Profesor de Sagrada Escritura. Facultad de Teología de la Universidad de Navarra