Cuando Miguel Hernández se rindió a Maruja Mallo
José Luis Ferris completa la biografía del poeta que publicó hace 12 años y termina de esclarecer algunas sospechas, como su relación amorosa con Maruja Mallo, y de despejar otras malas representaciones de su figura
José Luis Ferris completa la biografía del poeta que publicó hace 12 años y termina de esclarecer algunas sospechas, como su relación amorosa con Maruja Mallo, y de despejar otras malas representaciones de su figura
Desde su muerte en el año 1942, la figura de Miguel Hernández (Orihuela, Alicante, 1910) ha pasado por muchas fases para el lector. Fue hecho desaparecer en la posguerra, en los 60 pasó a difundírsele tangencialmente por sus textos religiosos y se le presentó como poeta católico que fue engañado por el comunismo y que se arrepintió al final de su vida para regresar a la religión. Tuvo que ser Joan Manuel Serrat quien le rescatase del olvido con un disco en el que cantaba algunos de sus poemas, a los que había tenido acceso, como los demás lectores clandestinos de su obra, a través de ediciones de Buenos Aires, del sello Losada. Sin embargo, muy pocos de los retratos que se han difundido de él eran ciertos. Para aclarar estos límites borrosos, José Luis Ferris publicó en 2002 una biografía tan polémica en su día como canónica puede considerarse hoy. Según aquel trabajo, ni era un poeta autodidacta (estudió hasta los 15 años, conocía a los clásicos, sabía francés), ni pasó hambre (su padre era austero pero Miguel Hernández no pasó necesidades) ni era el «poeta cabrero» o pastor: lo fue, durante unos pocos años, cuando su padre sí necesitó algo de ayuda. Algunas de las suposiciones que este investigador hacía entonces «ya son hechos probados», según sus palabras, a través de documentos aparecidos en los últimos 12 años. Ferris ha incorporado estos hallazgos en «Pasiones, cárcel y muerte de un poeta» (Fundación José Manuel Lara), un volumen en el que el escritor aparece sin máscaras.
«No me reconozco»
Uno de los asuntos que más susceptibilidades hirió entonces fue el de las relaciones personales de Hernández. Las sospechas de Ferris apuntaban a que la relación del poeta con su mujer y musa, Josefina Manresa, no eran todo lo idílicas que se han presentado. «Este tema era un poco intocable, porque creaba el mito del amor entre el poeta y la costurera, a la que habría dedicado los versos de ‘‘El rayo que no cesa’’, un libro hermosísimo, completo, redondo. Sin embargo, sus visiones del mundo eran del todo contrapuestas y esa sospecha se ha confirmado con la publicación de la correspondencia entre ella y un hispanista italiano, Danilo Puccini, en el que ella reconoce la distancia entre ambos», cuenta Ferris. Hernández viajó a Madrid para convertirse en el poeta que quería ser y allí escribió aquel precioso conjunto de 29 poemas y una elegía. Pero la inspiración no procedía sólo de Manresa. «Y ella misma lo sabía. Otro de los valiosos testimonios que han aparecido en los últimos años es la entrevista que mantuvo la viuda del poeta con Gabriele Morelli, otro hispanista italiano. Ahí confiesa: ‘‘No me reconozco en ese libro. Está inspirado por una mala mujer que conoció en Madrid’’. Y es la propia Manresa la que da validez a las tesis que en su día me supusieron tantas críticas», dice el investigador. En concreto, como ya apuntaba Ferris hace unos años, la musa verdadera de los poemas era la artista Maruja Mallo. «Ella es la que inspira la mayor parte de ellos, y también unos pocos hablan de su mujer. Incluso había una tercera, la también poeta murciana María Cegarra, que Miguel Hernández contempla como una posibilidad amorosa aunque al final todo se quede en una relación más platónica que real», cuenta el experto. Quien ratifica esta teoría es Vicente Aleixandre. «Hernández le visitaba una vez a la semana y él le ayudaba en la selección de los poemas que deberían formar parte del libro final, y lo que es muy importante, el orden. Las cartas de Aleixandre tanto al poeta como a su mujer aparecieron el año pasado, y con todos estos testimonios se puede trazar un mapa de a quién corresponde cada una de las composiciones del libro. Existe una estructura muy clara, delimitable, que resume su vida amorosa de esos años en Madrid».
La relación con su mujer cobra tintes más dramáticos. «No habría durado mucho si hubiera podido salir de la cárcel. Ella no acababa de entender eso de ser poeta, no pensaba que pudiera ser forma de ganarse la vida. Y después de la guerra, cuando estaba en la cárcel, a Miguel se le presentó el dilema de renunciar a sus ideas y militancia y poder salir libre con su mujer y su hijo. Estaba sometido a maltrato en la prisión y Josefina le decía de todo para que diese su brazo a torcer. La lucha interna en Hernández y la tremenda presión le debilitaron muchísimo y eso lo aprovecharon algunos para rematarlo», explica Ferris. Por algunos se refiere a Luis Almarcha, «el alfa y el omega» de la vida del poeta. Fue el cura que enseñó y ayudó a leer al joven de Orihuela y nunca le perdonó que se hiciera comunista. «Después de la guerra, Almarcha era el obispo de León y se encargó de que Miguel Hernández no saliera de la cárcel hasta que hincase la rodilla. Nunca lo hizo».
Se ha presentado al autor de «Cancionero y romancero de ausencias» como un hombre rudo, rural. «No es cierto, hay matices. Era un hombre rústico acostumbrado a calzar alpargatas y cuando se pone unos zapatos en Madrid le sangran los pies. Eso es verdad, pero lo que enamoraba a María Zambrano, Mallo o Delia del Carril, que lo trataron, era su masculinidad marcada en un mundo de ambigüedades donde estaban Lorca o Cernuda. Miguel Hernández vestía ropa ancha y eso ponía un poco nerviosos a alguno como Lorca que creía que un hombre debía vestir de punta en blanco. Y quizá eso alimentó la visión de hombre tosco».
Otra de las revelaciones recientes trata del abandono que sufrió por parte del bando republicano, que se conocía, pero no con el detalle que revelaba en su correspondencia el diplomático chileno Carlos Mora Lynch, cuya residencia frecuentaba la Generación del 27. «Es un testimonio clave, porque en su casa se reunían ilustres artistas y él apuntaba en su diario todo lo que ocurría cada día. Resulta muy interesante leer su testimonio, pero hasta ahora sólo conocíamos lo sucedido hasta la muerte de Lorca. Pero en estos últimos años se han publicado los diarios de la guerra y lo que pasó después. Y encontramos con una cercanía estremecedora lo que está pasando, quién se va de Madrid, a quién favorece el gobierno moribundo de la República. Y vemos cómo un poeta como Miguel Hernández, que se jugó la vida en el frente y que hizo una lectura solidaria de lo que supone la guerra, y además es militante del Partido Comunista igual que Alberti, es abandonado a su suerte. Lo cuenta Mora Lynch con claridad meridiana, porque lo ha visto. Ha pasado hace 15 minutos. Han subido a Alberti y a María Teresa [León, su mujer] a un coche hacia Elda, a pocos kilómetros de Orihuela desde Madrid. Y a Miguel Hernández le han dejado en tierra».
«Se le pudo haber salvado»
Hasta hace poco, no se conocía qué juez había condenado a Miguel Hernández, primero a muerte, aunque después se le conmutó por 30 años de cárcel. Lo reveló Juan Antonio Ríos Carratalá, autor del libro «Nos vemos en Chicote» (Renacimiento), publicado este año, en el que se cuenta cómo en el popular bar de la Gran Vía de Madrid compartían tragos los periodistas y escritores que serían procesados con quienes serían sus jueces. En este caso, está la figura de Manuel Martínez Margallo, que pasó de ser escritor de revistas humorísticas como «La Codorniz» a juez de sus compañeros de profesión. «Y se entregó con inquina inimaginable», cuenta Ferris. Ya en la cárcel, algunos franquistas o falangistas intercedieron para que no se ejecutase la condena a muerte a Miguel Hernández. «José María de Cossío, con quien había trabajado en la redacción de la enciclopedia taurina, José Manuel Alfaro y Sánchez Mazas fueron algunos de los que intervinieron en varias ocasiones para tratar incluso de que lo sacaran de la prisión, pero no lo lograron». El poeta no se arrepentía y sufrió las duras condiciones de las cárceles. «Había demasiados presos y eso no beneficiaba en nada al régimen, daba una imagen pésima de cara al exterior. Pero la pregunta era, ¿qué hacían con ellos?, ¿los soltaban, los fusilaban o los dejaban morir? Y la opción tercera fue la que más sucedió. Por ejemplo, cuando caían enfermos fingían que les aplicaban tratamientos pero en realidad no hacían nada. Y así se iban muriendo solos. Miguel Hernández fue víctima de eso. Cuando tuvo la tuberculosis y le iban a trasladar al hospital de Porta Coeli, que estaba a 150 kilómetros, en Valencia, alguien impidió que se le trasladara. Una mano siniestra decidió que no se le movía hasta que no se arrepintiera». De nada sirvió que algunos en el otro bando tratasen de ayudarle.