Cyrano de Bergerac, un centenario de narices
El personaje que sirvió para crear la obra de Edmond Rostand amplía su leyenda en el cuatrocientos aniversario de su nacimiento
El personaje que sirvió para crear la obra de Edmond Rostand amplía su leyenda en el cuatrocientos aniversario de su nacimiento
Lo que no te ofrece la vida, te lo puede dar la literatura. En las Navidades de 1897, Edmond Rostand, un escritor con más voluntad que talento y más fracasos que éxitos, estrenaba un drama histórico con altas pretensiones artísticas, pero de escasa innovación teatral. Una obra que recuperaba del desván del olvido el ínclito cadáver de un espadachín de renombre con sombras de libertino en la leyenda. Lo de «Cyrano de Bergerac» constató que en el espectáculo puede alcanzarse la inmortalidad por diferentes veredas y no solamente a través de una pluma dotada de gracia. Esa noche, el dramaturgo alcanzó el cenit de su carrera, logro que pesaría sobre el resto de sus obras. Las crónicas reflejan una disparidad de reacciones excéntricas, las que suelen despertar las emociones mal enjaezadas y sin estribos, ante la representación de un texto que muchos críticos y autores denostaron abiertamente. En aquel siglo XIX, bien pertrechado de nacionalismo (y chovinismo), Edmond Rostand tuvo el hallazgo de sacar a las tablas a un héroe que peleó en las guerras contra España en aquella distante centuria del XVII, lo que inflamó la mecha del orgullo y alguna vena sentimental. Su autor tuvo la perspicacia, la suerte o la visión de apartarse de la innovación, la modernidad y la originalidad (junto a esos pecados veniales que son sus desmanes) para apañar un trabajo sincrético, glosa de varios referentes culturales. Sublimó este «anti-Don Juan» destilando arquetipos y tradiciones anteriores. Porque su «Cyrano» tiene algo de la imposibilidad de amor que Shakespeare trató en su «Romeo y Julieta», pero también de las comedias lopescas de capa y espada, de la aventura de los «Los tres mosqueteros» de Dumas y, si se apura, del Quasimodo de «Nuestra Señora de París», de Victor Hugo. Obtuvo así un imprevisto «collage», que caló en la conciencia del público desde el primer acto y que ha grabado en la memoria de varias generaciones una serie de conversaciones, monólogos y reflexiones: «soñar, reír, pasar, estar solo, ser libre, / tener unos ojos que ven bien, la voz que vibra, / ponerse, si os place, el sombrero del revés, / batirse por un sí o por un no, ¡O hacer un verso! / ¡Trabajar sin cuidarse de glorias ni fortunas, / pensar en un viaje que nos lleve a la luna !/ Nunca escribir nada que no salga de uno, /...».
Pero el mayor mérito de Edmond Rostand fue recuperar a ese personaje altivo, con labia de poeta, diestro con la espada, con renombre en el ejército, que se pavoneaba de ser dueño de su destino y que era capaz de condenarse en el Laverno antes que ceder un solo punto en su orgullo y su jactancia: Cyrano de Bergerac. Edmond de Rostand drapeó su figura con exageraciones más literarias que reales (la nariz era grande, por lo visto, pero no superlativa, ni sayón ni escriba ni tampoco para que fuera considerado un verdadero nasón ni se le condenara como Anás, si se sigue el poema de Francisco de Quevedo).
Su verdadero nombre era Hercule-Savinien, nació en París, no en Bergerac, en 1619, y el próximo 6 de marzo se cumplirá su 400 aniversario. Un hombre con destrezas y habilidades verbales que le dieron fama entre sus contemporáneos (pero también despertaron bastantes odios y animadversiones perpetuas), aunque el salto a la historia no se lo procuraron sus famosos desafíos ni sus composiciones ni tampoco otros méritos reales o añadidos, sino los actos, con pulsiones romanticistas, de un autor irregular: Edmond Rostand. La vida tiene esas paradojas. Savinien de Bergerac sobresalió como un fiero adversario y, más allá de un número exacto, mantuvo un duelo múltiple con una imprecisa cantidad de espadachines, saliendo victorioso y, sobretodo, indemne. En aquella sociedad de salones literarios, destacó pronto por la agudeza que derrocha con verdadera excelencia en sus cartas (un punto, junto al anterior, que Rostand recoge en su drama y que se vale de ellas para coser el entramado). Pero no quedaba atrás su inclinación conocida al pensamiento y la filosofía, otro de los acentos que sobresalieron en su temperamento duro, arisco, y que pespuntea sus escritos.
Hay quien le imputa la invención de la literatura de ciencia-ficción con la publicadión de dos títulos -«La historia cómica de los Estados e imperios de la Luna» (1657) y «La Historia cómica de los Estados e imperios del Sol» (1662)- que resultaron después muy populares y a los que Rostand hace alusión precisamente en su obra: cuando Cyrano debe entretener al Conde de Guiche en medio de la calle, haciéndose pasar por un selenita que ha caído de la luna, mientras Roxana y Christian se casan. Su mito, más que en los proyectos literarios, está asentado en su biografía. El verdadero Cyrano presumía de ser un alma fanfarrona, provocadora, pero de enorme ingenio y agudeza. Dones que, sumados a su desenvoltura con los filos, lo convirtió en un adversario duro, de los que cualquier se lo pensaba dos veces antes de cruzar con él una palabra inadecuada o emplazarle a alba. Parece que pronto dejó las asignaturas y el estudio para tomar una vida militar y participar en varias batallas celebres, entre ellas, en el sitio de Arrás (1640), uno de los episodios de la guerra de los treinta años. Un enfrentamiento crucial, con victoria francesa, que es de lo que se trataba también (por entonces los tercios españoles comenzaban a declinar).
De allí, Cyrano, tanto el literario como el real, salieron con heridas irreversibles (el primero en el cuerpo y, además, en el corazón). Se adaptó a una vida civil trabada por su amor por la letra escrita, su innegable atracción por las noches disolutas, entregadas a libertinajes y partidas de cartas, y a concitar rencores a su alrededor. Su fallecimiento, tan bien cantada por Rostand, sobrevino por un accidente, cuando una viga cayó sobre su cabeza, aunque hay quien asegura que resultó un ataque deliberado, una puñalada por la espalda de aquellos que no tenían arrojo a enfrentarse a él de frente con un sable en la mano. Murió, dejando varios libros que se publicarán póstumamente, y, sobre todo, una biografía agigantada por la literatura, que sobredoraba lo bueno, empequeñecía lo malo y agrandaba su nombre.