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El asesinato que precipitó la Gran Guerra

El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro, y su esposa eran asesinados en Sarajevo por Gavrilo Princip, activista de la Mano Negra en connivencia con Alemania.
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El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro, y su esposa eran asesinados en Sarajevo por Gavrilo Princip, activista de la Mano Negra en connivencia con Alemania.
Al ponerse en marcha el convoy de coches, Potiorek, gobernador militar austriaco en Bosnia, le dijo en broma al archiduque que él tomaba aquel camino «cada mañana» preguntándose «si algún asesino la convertiría en la última». Al oír aquello, la pareja imperial se rió y el archiduque dijo que «aparte de confiar en Dios, todo lo demás que hagamos es superfluo».
Aquella iba a ser la última conversación que tendría la pareja imperial. Un minuto después Potiorek vio que el coche del alcalde, que iba delante de ellos, seguía la ruta antigua y se salía de la Appel Quay. El gobernador militar, de pie con su bicornio, le gritó al chófer del coche imperial que no siguiera a aquel vehículo hacia la calle lateral. El conductor tuvo que detener el coche y dar marcha atrás. Cuando el vehículo se detuvo, un joven que llevaba esperando en la Appel Quay toda la mañana con una pistola Browning se halló a menos de 60 centímetros de su víctima. Sonaron dos disparos y Potiorek vio sorprendido cómo la multitud lanzaba al suelo a un hombre joven y el sable desenvainado de un gendarme cercano brillar al sol antes de caer sobre el asesino. Potiorek recordaría después: «Primero no sentí ningún nerviosismo, sino alivio. La pareja imperial, delante de mí, estaba sentada en completa calma. Pensé que el archiduque decía: “¡Bueno, así que otra vez!” (“Also doch noch einmal”)».
Las balas habían fallado el blanco igual que la bomba anterior, o eso fue al menos lo que pensó el Feldmarschallleutnant. Después de ordenar al coche que cruzara el puente para llegar a la aparente seguridad del Konak, el palacio del gobernador, Potiorek advirtió que el repentino movimiento del vehículo había hundido a la duquesa en su asiento, pero pensó que se trataba de un desmayo. Pasarían unos minutos más hasta que el sorprendido gobernador advirtiera, al intentar que la duquesa estuviera más confortable, que la boca del archiduque estaba llena de sangre, aunque su bicornio seguía bien fijado a su cabeza. Al llegar al Konak subieron al archiduque y a la duquesa por las escaleras. Se echó a la duquesa en la cama de Potiorek y al archiduque en la chaise longue de su estudio.
Pasarían veinte minutos más hasta que llegaron varios doctores de la guarnición y del séquito imperial a certificar que la pareja estaba muerta. La bala había entrado por el cuello del archiduque, pero pese a la fuerte hemorragia, el uniforme no dejó ver la herida hasta que los médicos consiguieron cortar la guerrera. La duquesa había recibido un disparo en el estómago y no había sangrado nada. Solo la abertura en su vestido revelaba la perforación de la bala. Gavrilo Princip, un joven serbio bosnio a quien había entrenado y armado la Mano Negra, había efectuado los primeros disparos de la que iba a convertirse en la guerra más terrible de la historia de Europa. Más tarde confesaría que el segundo disparo iba dirigido a Potiorek pero que impactó en la duquesa (la secuencia no está clara: según algunos autores, el segundo disparo fue el que alcanzó al archiduque). En medio del caos y la confusión que reinaban en el Konak, Potiorek actuó con serenidad y prontitud para cumplir con sus obligaciones. Escribió tres telegramas: el primero a la oficina privada del emperador en Bad Ischl dirigido al conde Ludwig von Paar, el segundo a Conrad que acababa de llegar a Karlovac, y el tercero al ministro de la Guerra.
A finales de la primavera de 1914, la legación alemana envió a uno de sus diplomáticos más capaces, Dietrich von Scharfenberg, a un extenso viaje por la Nueva Serbia para valorar su potencial de dependencia económica de Berlín. El informe de Scharfenberg advirtió el «abundante comercio con Alemania» y el «cuidado que se necesitaba» para desarrollar aquellas «buenas relaciones». Scharfenberg no hizo ni una sola referencia a las tensiones entre Serbia y el aliado de Alemania, Austria-Hungría. Todos los planes alemanes de expansión económica anteriores a 1914 implicaban la absorción primero económica y después política de Austria, y que Alemania dominara sus territorios. Ya en 1903 el profesor Paul de Lagarde afirmaba que «desde el punto de vista del ministro de Exteriores alemán, la germanización de Austria es una cuestión vital». En 1913, el doctor Albert von Winterstetten, una personalidad influyente en Múnich, escribió: «Hemos prestado millones propiedad de nuestros ciudadanos a la compañía conjunta de acciones austriaca, a modo de inversión para cimentar su fusión con el Reich». En su libro Grossdeutschland, Richard Tannenberg proponía «ocupar los territorios en torno a Praga y Laibach para que ningún estudiante alemán pueda volver a ser insultado de nuevo». En el Reichstag, el doctor Eduard Hasse habló a favor de que Trieste se convirtiera en «un puerto alemán» y de que el litoral austriaco sirviera «como una base para el poder alemán». Lagarde planteó el asunto con más crudeza: Alemania sin Austria no era «lebensfähig» [capaz de vivir]. Pensamientos semejantes encajaban con los despachos que Wickham Steed enviaba desde Trieste, que subrayaban cada vez más la amenaza de los intereses banqueros alemanes sobre la Lloyd austriaca y otras firmas comerciales austriacas.
«Por Dios y por el káiser»
Desperta Ferro
Ediciones
672 páginas,
29,95 €

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