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Las mentiras de Dylan y Scorsese en el documental sobre el músico

El director, que acaba de estrenar en Netflix un documental sobre el artista basado en un año clave en su vida y su carrera, 1975, no ha conseguido una obra redonda a pesar de recuperar un estupendo material.
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El director, que acaba de estrenar en Netflix un documental sobre el artista basado en un año clave en su vida y su carrera, 1975, no ha conseguido una obra redonda a pesar de recuperar un estupendo material.
Bob Dylan y Martin Scorsese estrenaron un documental fascinante, ¡y fallido!, hace unos días. Una película brutal por la dolorosa hermosura de las interpretaciones de Dylan en el escenario. Pero irritante por lo que tiene de viscoso posmodernismo: a las imágenes reales, a los conciertos y las conversaciones, a las cintas de los viajes y las entrevistas con los artistas y allegados, hipnóticas, han añadido otras con actores que fingen haber tomado parte en la gira. Los autores explican que lo suyo es parte concierto, parte documental y parte sueño enfebrecido. Que aspiraban a disolver las fronteras entre la realidad y la ficción. Que todo fue un juego para darle más realce a la música y subordinar hasta opacarla la historia, a menudo vulgar y aburrida. La crítica, salvadas cuatro excepciones, ha estallado en vítores. Qué grandes Bob y Martin que nos mienten sin tasa a través de Netflix. Pero las apariciones de los actores y los testimonios inventados, por ejemplo, el de la groupie falsa, interpretada por Sharon Stone, le evitan a Dylan el enojoso trámite de enredarse en uno de los periodos más complicados y fructíferos de su vida. Para entender la majestad y las trolas que hacen de «Rolling Thunder revue: A Bob Dylan story», un fracaso épico, conviene rebobinar.
El año 1975, el de la Rolling Thunder, fue importante para Bob Dylan. Ya lo había sido 1974, cuando giró durante dos meses con The Band, la formidable agrupación capitaneada por el guitarrista Robbie Robertson y el batería Levon Helm. Un negocio brutal: 30 días de actuaciones en grandes recintos, su primer tour en ocho años, que provocaron una demanda de 12 millones de entradas. Puro y rutilante negocio sostenido por un artista en la cumbre y un grupo virtuoso pero necesitado de ingresos, y que conocía perfectamente las necesidades vitales y musicales de Dylan. No en vano The Band lo había acompañado, con la ausencia de Helm, durante el descomunal tour del 66, el de los abucheos de los puristas, las revisiones feroces del repertorio y aquella incendiaria «Like a Rolling Stone» que parecía abrir la puerta a un agujero negro. También estuvieron con el jefe en el 67, en los bosques de Woodstock, cuando graban junto, sin más pretensión que divertirse y registrar unas maquetas para que otros artistas publicasen versiones, las llamadas «Cintas del sótano», las «Basement tapes», consideradas luego como pistoletazo de salida de la «Americana».
Del rock a lo carnavalesco
Con el bolsillo lleno, el prestigio acrisolado y la economía a salvo tras el reencuentro con The Band, Dylan inauguró 1975 con el tremendo «Blood on the tracks». Acaso el disco más completo y complejo, el más inspirado, lúcido, poético y doloroso dedicado al fin del amor en la era rock. Pero aquel trabajo hablaba de la ruptura de su matrimonio con Sara, que hacía aguas, y los periodistas y curiosos hacían unas preguntas demasiado personales. El siempre reservado y enigmático trovador compone y graba una continuación, «Desire», bruñida de aires circenses y sonidos carnavalescos, tamizada de bello exotismo y con el violín de Scarlet Rivera en primer plano. Coincide todo con su postrer intento de regresar a Nueva York, de instalarse de nuevo en el Village. Un afán del que desistirá cuando comprenda que los fans no cejan en sus obsesiones y que las calles de Manhattan no le ofrecen el tipo de anonimato que necesita. Antes de abandonar para siempre la ciudad que lo encumbró en los efervescentes días del folk, antes de resignarse a ser otro más entre las adineradas estrellas afincadas en mansiones de Malibú y Santa Mónica, recupera contactos, regresa a los viejos bares y los decrépitos escenarios donde comenzó su carrera, y elucubra una nueva gira en las antípodas del modelo de 1974. La del 75 será algo nunca visto. Un tour compartido con otros artistas, que alternan sus actuaciones con las suyas por más que a él le corresponde la pista principal del circo. La llamarán Rolling Thunder. Lejos de las grandes ciudades exploran las carreteras secundarias de EEUU y Canadá. Salen al micrófono sin el amparo de la publicidad. Está Bob Dylan y están cómplices como Joan Baez, con la que había compartido luces y sombras a principios de los sesenta, el ex Byrds Roger McGuinn, el poeta Allen Ginsberg, la cantautora Joni Mitchell, que se incorpora con la gira en marcha, el discípulo de Woody Guthrie e hijo de un dentista judío de Brooklyn, Ramblin' Jack Elliott, o el dramaturgo Sam Shepard.
Para respaldarlo todo, Dylan monta una banda descomunal. Con un sonido que por momentos, gracias al violín de Rivera, parece el de una sinfónica desquiciada y ronca. Con las aportaciones de virtuosos como el multiinstrumentista David Mansfield, un as con el dobro, la mandolina, o la guitarra pedal steel; el guitarrista T-Bone Burnet, con los años uno de los productores más respetados de la industria y consejero musical de los hermanos Coen; el bajista Rob Stoner, encargado de dirigir el combo; el batería y pianista Howie Wyeth y, por supuesto, el guitarrista Mick Ronson, hasta entonces mano derecha de David Bowie, y que llegaba para esparcir inopinados acentos glam y dentelladas de lentejuelas al sabroso potaje sonoro del resto. Más el complemento de un cineasta, amigo de Dylan, Howard Alk, para que registre todo lo que ocurría. El objetivo era montar una película, «Renaldo y Clara», en la que Dylan y el resto adoptaron diversos alias y que iba aderezada con contundentes ejemplos de los recitales. Justo aquí empiezan los graves problemas que lastran el documental de Scorsese: lejos de reconocer el talento y trabajo de un Alk que muere de sobredosis en 1982, con 52 años y en los estudios de grabación que tenía alquilados Dylan, los Rundown de Santa Mónica, antes que tributar un merecido homenaje al tipo que trabajó con D. A. Pennebaker en la seminal «Don't look back» y de filmar y codirigir «Eat the document», «Hard rain», «Renaldo y Clara», etcétera, lo borran de la historia y meten en su lugar a un documentalista inventado, Stefan van Dorp, interpretado por Martin von Haselberg, marido de Bette Midler.
¿Influyó el ambiente?
Y como este engaño, otros mil: el supuesto promotor que no era tal, el supuesto político... ¿Qué responden los aduladores? Que olé la valentía de Scorsese y cia. por sacar el foco del anecdotario vital y confundir la historia. Más bien parece que la música, por mucho que la mitad del metraje esté ocupada por las volcánicas actuaciones de Dylan, importa poco. No sabemos cómo gestan los arreglos, cómo llegan a esas versiones o la influencia que pudo tener en todo aquello el ambiente, entre paranoico y eufórico, entre hedonista y viciado, que se respiraba. Ni una referencia a Sara Dylan, esposa de Bob, cuyo matrimonio comenzaba a saltar por los aires. Tampoco a la larga lista de amantes. Ni al el escritor Jacques Levy, coautor de muchas de las letras de «Desire» y director artístico de la gira. Mucho menos al pintor Norman Raeben, que dio clases de pintura a Dylan mientras escribía «Blood on the tracks» y al que siempre agradeció que le ayudase a encontrar nuevas vías para enfocar la escritura.
Y todo son sandeces y banalidades, a cuenta de las máscaras y el maquillaje que Dylan llevaba, influido por el «kabuki» y «Les enfants du paradis». Olviden las referencias a Truffaut, que tanto le gustaba. Restan las canciones. Puestas en pie por un Dylan arrollador. Falta todo lo demás mientras desaprovechan toneladas de material de archivo. Ojalá algún día publique una caja con los conciertos en vídeo. De momento, toca consolarse con la tremenda boxet, 14 discos, que reúne los audios de un colosal periplo. Por supuesto, no se crean a Bob Dylan cuando afirma que allí era uno más y blablablá. En caso de duda recuerden que casi ninguno de sus acompañantes aparece cantando y, todavía peor, que son intercambiables con los personajes inventados.