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El rey Arturo reaparece en la Inglaterra del brexit

El mito del legendario guerrero y de su corte de caballeros siempre ha resurgido cuando el Reino Unido atravesaba momentos de crisis. Ahora, con la salida de la Unión Europea, unos arqueólgos afirman haber encontrado el lugar donde nació una de las figuras esenciales de la literatura
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El mito del legendario guerrero y de su corte de caballeros siempre ha resurgido cuando el Reino Unido atravesaba momentos de crisis. Ahora, con la salida de la Unión Europea, unos arqueólgos afirman haber encontrado el lugar donde nació una de las figuras esenciales de la literatura
La recuperación y el entierro de los huesos del héroe tutelar de la comunidad política es uno de los rituales que están presentes en la historia desde lo más antiguo hasta hoy. El héroe mágico o el protector providencial que cohesiona míticamente a la nación son revindicados desde diversos planos narrativos, iconográficos, simbólicos y propagandísticos. De ahí que siempre llame la atención cualquier rastro del antiguo héroe que se encuentre de forma oportuna.
Ya en la antigüedad un oráculo instó al general ateniense Cimón a recuperar los huesos de Teseo para darles sepultura en la ciudad y, de paso, conquistar la estratégica isla de Esciros donde, según el mito, había muerto el mítico héroe. El estratego siguió las señales que le llevaron a hallar un esqueleto gigantesco, que enterró en Atenas con grandes honores. Otro tanto pasó con Esparta, que se lanzó en pos de los huesos de Orestes en un momento semejante, de consolidación imperialista. Pensemos también en lo importante que fue para los sucesores de Alejandro hacerse con sus restos mortales para legitimar sus aspiraciones de soberanía: al final, Ptolomeo se apoderó hábilmente de la comitiva fúnebre del monarca macedonio y logró desviarla de su destino en el oasis de Siwa para enterrarlo en un flamante mausoleo que construiría en Alejandría, futura capital del reino lágida de Egipto. Otro es el caso del gran Augusto: el primer emperador romano se hizo construir también un impresionante mausoleo después de haber visto el de Alejandro, para consolidar su mito tras su muerte. A eso se sumaba que, ya en su época, se afianzaba la costumbre de considerar divinos a algunos gobernantes, o al menos divinizados, como sucedió con su padre adoptivo Julio César y como pasaría en lo sucesivo con otros emperadores como Claudio. Los monumentos conmemorativos, estatuas e inscripciones al respecto fueron abundantes en la Roma imperial. El leitmotiv mítico-político de la custodia de los restos mortales del héroe o del padre de la patria sigue un hilo incesante a lo largo de la historia: pensemos en el descubrimiento providencial de los presuntos restos del rey Arturo en Inglaterra del siglo XII, los del rey Witiza en la Galicia del XVII, el entierro de Napoleón en Les Invalides en la Francia de Luis Felipe I (1840), o en el transporte en tren de vuelta a Potsdam de los restos de Federico el Grande en 1991, año de la reunificación alemana.
El hallazgo reciente de nuevos restos arqueológicos que los investigadores quieren asociar con el legendario rey Arturo nos recuerda, además, que este tipo de estrategias tienen lugar, especialmente en la historia inglesa, en momentos de crisis, cambio político o especial necesidad de reafirmación nacional. El debate sobre la historicidad del héroe mítico inglés por excelencia, Arturo, no tiene solución fiable ni siquiera hoy. Muchas teorías quieren situar su origen en un caudillo britano-romano de la Antigüedad tardía, época convulsa en la isla, cuando en el siglo V los romanos retiraron su ejército de Britania y la dejaron a merced de los bárbaros germanos, anglos, sajones y jutos. Arturo representaría la resistencia britana a la invasión, que habría de acabar imponiéndose en toda la isla. El mito de Arturo seguramente se base en una leyenda oral del sustrato celta que se transmitió de generación en generación. La primera vez que se intentó dar carta de naturaleza a la existencia histórica de Arturo fue en dos crónicas medievales, la «Historia Brittonum» y los «Annales Cambriae» (s. IX y X), donde se habla de un dux britano, de nombre Arturo, que luchó contra los sajones en diversas batallas, la última, su victoria en el Monte Badon (¿516?). Pero los historiadores de la caída de Britania que, como Gildas o Beda, escribieron más cerca de los hechos, no citan a Arturo sino, por ejemplo, a un líder britano-romano llamado Ambrosio Aureliano. Quizá el Arturo pseudohistórico sea una contaminación de este líder de la resistencia frente a los sajones con la leyenda del rey céltico que ha de volver. O tal vez el origen de su leyenda fuera, según quería Kemp Malone, de la Johns Hopkins University, un militar romano llamado Lucio Artorio Casto, que vivió en el siglo II. Puede que, según los que desarrollaron esta tesis, ciertos elementos de la leyenda artúrica fueran de origen oriental, en concreto escita, traídos por el ejército romano. Desde la victoria definitiva de los sajones en 577 se fueron alejando progresivamente los hechos y, para el siglo XI o XII, eran ya leyenda para el uso y justificación de la monarquía inglesa. En efecto, su mito fue alimentado en diversas épocas: ya en el siglo XI, el rey Eduardo el Confesor se entusiasmó por las leyendas artúricas, pero fue en el XII, cuando en la Abadía de Glastonbury unos monjes quisieron haber hallado los restos del mítico rey y de su esposa, en una tumba con inscripción que se demostró ser falsa. Tampoco el momento de redescubrimiento de Arturo fue vacío de significado, sino que coincidía con la entronización de una nueva dinastía en Inglaterra, la de los Plantagenet, con Enrique II, anteriormente duque de Normandía.
- La corte de Camelot
Así se justificaban las pretensiones de la nueva familia reinante, con el recurso a Arturo y a la recuperación de los orígenes britanos. No por casualidad también en esta época se habló por vez primera por extenso de Arturo, en la obra historiográfica y de exaltación de la monarquía «Historia regum Britanniae», de Geoffrey de Monmouth, que intenta convertirle en figura histórica. También el primer rey de la casa Tudor, Enrique VII, utilizó el mito hábilmente, al pretenderse descendiente directo de Arturo: en su época, sus panegiristas identificaron el castillo de Winchester con la corte de Camelot y el rey bautizó Arturo a su primer hijo, que no llegó a reinar.
Desde entonces periódicamente se han sucedido las informaciones y descubrimientos supuestos en torno al rey Arturo en épocas de crisis y de reafirmación de la conciencia nacional inglesa. Después del «boom» de literatura artúrica entre los siglos XII y XV, el tema resurgió con fuerza en época victoriana, co-mo se ve en los autores del romanticismo, que mitificaron la alta Edad Media inglesa, en los poetas que glorificaron la resistencia céltica o en los pintores prerrafaelitas. Ahora, en la Inglaterra del siglo XXI, los arqueólogos británicos han hallado en Tintagel los restos de lo que podría ser la fortificación del siglo V o VI donde, según la dudosa «Historia», de Monmouth, nació el legendario monarca britano. Ésta sería la residencia de los gobernantes del antiguo reino de Dumnonia, un reducto de resistencia britana a los anglosajones. Esto reforzaba a otros restos hallados en Tintagel, como una pizarra del siglo VI con el nombre «Artognou», que halló en 1998 un investigador de la Universidad de Glasgow. Tal vez ahora también parecía necesario hallar, en plena crisis del «Brexit», algún resto de esa época mítica de fundación nacional o etnogénesis: por enésima vez, le tocó al rey Arturo. Los huesos del héroe tutelar volverán a desfilar para reconciliar a la Nación.

Una historia que ha llegado hasta la literatura de hoy

Ningún personaje se convierte en un mito sin la ayuda de la literatura. El Rey Arturo no es diferente, en este punto, a Gilgamesh o Aquiles. El origen de su historia hay que buscarlo en el conjunto de escritos que surgieron en el siglo XII sobre sus hazañas. Se apoyan en tradiciones orales de origen celta y de la Britannia romana. Geoffrey de Monmouth cuenta su historia por primera vez. Varios poetas franceses también hicieron alusión a él, pero sería Chrétien de Troyes, que introdujo la figura del Lancelot, quien daría un notable impulso a su relato a través de «El caballero del león», «Eric y Enid» o «El caballero de la carreta. Mientras, el poeta y caballero Wolfram von Eschenbach concibió su propia mirada en «Parzival». Mucho más tarde, Thomas Malory, con su gran ciclo que tituló «La muerte del rey Arturo», probablemente el libro de referencia y el más leído sobre este tema, cimentó una leyenda que siguió cautivando durante siglos a los lectores. La bibliografía alrededor de esta figura iría creciendo con el tiempo, pero hay dos obras importantes que se crearon a su alrededor: la primera es «Un yanqui en la corte del rey Arturo», de Mark Twain, que explota aquí el característico humor que empaña gran parte de su literatura, y «Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros», de John Steinbeck.

Una leyenda de película

La vida del Rey Arturo ha contado con varias versiones cinematográficas, desde la de Disney hasta el musical «Camelot». «Los caballeros del Rey Arturo», con Robert Taylor, fue una de las más famosas hasta que llegó la que probablemente es la mejor: «Excalibur», de John Boorman. Clive Owen dio vida al guerrero en un filme sin importancia y Guy Ritchie prepara para 2017 su visión del personaje, que se parece más a Mad Max que a otra cosa.
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* David Hernández de la Fuente, es escritor y profesor de Historia
Antigua de la UNED