El «señor K.» sale del laberinto
Franz Kafka era un tipo sin vocación de trascendencia, algo muy raro en un Homo Sapiens Sapiens. Él quería que sus escritos fueran quemados, no publicados, lo que le convierte ya en un aparte en el mundo de la literatura, ese lugar donde parece imposible mantenerse de pie sin una sobredosis de ego. El escritor, cuando murió (a los 40 años), legó sus papeles a Max Brod, su amigo, para que dirigiera el funeral vikingo de entregar sus cuadernos al fuego. Pero su colega hizo lo que mejor saben hacer los amigos: traicionarlo. De esta manera, Franz Kafka, el hombre que convirtió su apellido en sinónimo del absurdo y que pretendía ser un pasajero anónimo de la vida, se convertía en un escritor célebre y daba fe, de primera mano, de lo surrealista que resulta la existencia, que regala privilegios y dones a quien no los desea y se lo deniega a quien aspira a alcanzarlos. A Franz Kafka, un elegante de la discreción, el novelista que ha logrado el mérito de acuñar una prosa nítida para describir el lado más irracional y disparatado de la cotidianeidad, se le ha ido conociendo por una colección de textos que lo han elevado a categoría de mito: «El proceso», «La metamorfosis», «El castillo»... Pero Brod, el administrador de su nombre y un fullero hábil de los tiempos de la fama, parece que se había guardado unos cuantos ases en la manga. En una caja de Zúrich, Suiza, que es donde se deposita todo lo destinado a dar pasta, parece que conservaba varias obras desconocidas del «señor K». Incluso, si atendemos a las rumorologías, posibles finales para sus libros inconclusos, lo que ha alimentado ese peligroso crótalo que resulta ser la imaginación de sus fans, que ya de por sí son tan particulares como el propio autor. Después de un largo litigio judicial para dirimir a quién pertenece esta herencia (por ahí rondaban las hijas de Brod), un juez ha determinado acabar de una vez con el secreto, abrir las cajas de seguridad y trasladar a la Biblioteca Nacional de Israel su contenido, sea cual sea, porque nadie tiene una idea precisa de qué hay en ellas, lo que subraya lo kafkiano del asunto. La existencia de este tesoro siempre ha alimentado una densa humareda de especulaciones, que, aunque resultaran tan falsos como Nessie, entretenían. Ahora, la ley, con su inclinación pragmática y esa cosa salomónica de resolver cualquier asunto que pase por sus manos, dará al traste con el enigma y el orbe de murmuraciones que giran a su alrededor. A uno le hubiera gustado que la cosa se hubiera quedado ahí por siglos, que nunca está mal tener un aliciente que nos haga palpitar de rato en rato el corazón. Si existiera la justicia divina, al abrir la caja, no habría nada, salvo un inmenso vacío, lo que sería un merecido castigo a nuestra curiosidad. Pero seguro que no es así y que en el interior aguarda algo tan excéntrico como una obra maestra.