El suicidio de la cultura popular
Cuando se preparaba la traducción al español de «Los fantasmas de mi vida», Mark Fisher se quitó la vida. En los ensayos que escribió se enfrentaba a la crisis social y política en la cultura y a su propia depresión con una misma conclusión: no hay salida
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Cuando se preparaba la traducción al español de «Los fantasmas de mi vida», Mark Fisher se quitó la vida. En los ensayos que escribió se enfrentaba a la crisis social y política en la cultura y a su propia depresión con una misma conclusión: no hay salida.
Mantuvo durante años un blog de referencia, K-Punk. Mark Fisher fue uno de los más agudos cronistas (en revistas como «The Wire», «Fact», «NME» y «Sight & Sound») de la cultura popular y fue referencia para una serie de periodistas y escritores británicos que añoraban el sentido crítico y el fervor intelectual de los años 80. «El blog no trataba solo sobre música, pero es que la música no trata solo de música», decía Fisher de forma aforística. Para los autores de su generación, la cultura popular significaba algo. Sin embargo, el periodo 2003-2013 ha sido, como dice el autor en la traducción póstuma de «Los fantasmas de mi vida» (Caja Negra), «el peor para la cultura popular desde la década de 1950». Fisher inhumó los espectros de los artistas que le seguían hablando como escuderos para intentar vencer a los zombies del presente y también para lidiar con su propia depresión. No lo logró. Se quitó la vida en enero de 2017 y dejó atrás una obra de cabecera, «Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?» en el que ya apuntaba la tesis de este libro: «Los gustos expresan una dimensión mayor. Lo personal es político». Pero lean esta larga nota de suicidio, individual y colectiva, vital y cultural.
El subtítulo del volumen lo dice claro: «Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos». Lo personal, lo político y la cultura pop son parte de la misma amalgama y, según Fischer, la cultura popular está herida de muerte porque también lo está la clase trabajadora, especialmente la joven. Pone, como ejemplo, al «brit-pop», que a su juicio era «una música diseñada para tranquilizar las ansiedades de los varones blancos en un momento en el que todas las certezas con las que contaban con anterioridad –el trabajo, el sexo y la identidad étnica– se desrrumbaban». Para el periodista, que Tony Blair se declarase fan de Blur y Oasis fue el último clavo en el ataúd de un estilo «que toma el ayer como un pavoneo actual». El autor deja esta interesante reflexión al respecto. «El falso enfrentamiento entre Blur y Oasis que preocupaba a los medios era una distracción de las verdaderas fallas de la cultura musical británica de la época. El conflicto que realmente importaba era entre una música que reconocía y aceleraba lo que fue nuevo en los 90 -la tecnología, el pluralismo cultural, las innovaciones en los géneros- (es decir, lo que no era el “brit-pop”) y una música que se refugiaba en una versión monocultural de la identidad británica: un rock de chicos blancos bravucones contruido casi enteramente a partir de formas establecidas en las décadas de 1960 y 70». En cambio, Fisher habría deseado que el mascarón de la cultura británica hubiera sido la música de Tricky, un hombre negro y de sexualidad ambigua pero tan torturado que ni eso importa, porque ha perdido los atributos. Pero Tricky nunca ocupó ese trono en la música británica que se disputó el machismo lumpen de Oasis y Blur. Simplemente se negó a «dar ese paso adelante, a representar a nadie».
Fisher destaca esos momentos de la historia en los que el pensamiento radical, el desafío a las normas y lo establecido, han calado en la masa social a través de la cultura pop. Por ejemplo, cuando los jóvenes británicos desideologizados se lanzaron al fenómeno de la cultura «rave» y se hermanaban en una fiesta que duraba 48 horas en un bosque o en la cuneta de la autopista. O cuando los «mods» rechazaron la ética de trabajo del adolescente de clase porque les condenaba a ocupar un puesto de consumidores. Y lo hacían por una razón tan estética como ética. A Fisher le fascinaba el «post-punk» como una negación similar pero de carácter depresivo. Su planteamiento es que, cuando la música asume en el nuevo siglo que es una ingenuidad creer que puede cambiar el mundo, afirmación ampliamente aceptada hoy, se convierte en entretenimiento. En ese momento, según Fisher, «la innovación en la música popular ha sido suplantada por la retrospección». Su tesis es que grupos como Arctic Monkeys o Amy Winehouse no son más que un eco del pasado de una cultura pop obsesionada con repetirse, y que, por tanto, da su futuro por cancelado.
Según el autor, la ausencia de discusión sobre el capitalismo ha provocado una retirada de la clase trabajadora que, en el siglo XXI, se ha transformado apenas en «una mayoría silenciosa de individuos que observa cómo todo empeora». A su juicio, el espacio público ha desaparecido y con ella la solidaridad como valor. En otro de los interesantes ensayos que forman parte del libro, se analiza la psicología de los hombres y mujeres jóvenes de clase trabajadora, que exhiben un «yo endurecido» que surge como consecuencia del abandono institucional y existencial que sufre una generación. «En un ambiente dominado por la competencia constante y la inseguridad, no es posible confiar en los otros ni proyectar un futuro a largo plazo», así que la única alternativa es el individualismo y su relato musical sería el de la «autotransformación heroica». El reflejo más directo de eso es «el horrendo regreso de los capitanes de la industria y de los chicos buenos al pop mainstream» y la importancia del «reality» en el entretenimiento popular. «Esa creciente tendencia de los protagonistas de la cultura musical a verse y vestirse como versiones mejoradas quirúrgica y digitalmente de la gente común y el énfasis puesto en la extereorización gimnástica de los sentimientos del canto». Si no está hablando de «Operación Triunfo», se le parece.
Hay excepciones a toda esta fatal situación, grupos que sí merecen la pena ser escuchados. Joy Division, Public Enemy, Burial, James Blake, el citado Tricky y especialmente las páginas dedicadas a «Going Underground» de The Jam, como las antípodas del «brit-pop», como los últimos en producir una cultura que no sea una «insulsa homogeneización hedónica» producida por grandes corporaciones. Y es que, de forma premonitoria, Fischer escribe sobre la música de baile comercial unas líneas que encajan con la trágica historia de Avicii, muerto a los 28 años hace pocos días. «Es difícil no escuchar la demanda de diversión que nos plantean esos discos como flacos intentos de distraernos de una depresión que solo pueden enmascarar pero nunca disipar», comenta sobre un «pop cargado de esteroides» pero casi parece que esté refiriendo a la vida del DJ. Son canciones (Fischer menciona a David Guetta, Flo Rida, Calvin Harris y will.i.am) que buscan dar al oyente su recompensa inmediata, en primer plano, tan pronto y tan obviamente como sea posible que al final resultan como una droga que hemos consumido tanto que somos inmunes a sus efectos. «Más que invitar a pasártelo bien, es como si esas canciones te estuvieran obligando. Te tiranizan».
Piruetas de un chico listo
Un momento, ¿piensan que todas estas teorías son piruetas de un chico listillo para parecerlo más? ¿Les parece que Fisher pontifica desde su título universitario pero no tiene idea de lo que habla? Atiendan: «Mi depresión siempre estuvo atada a la convicción de que yo era literalmente bueno para nada. Pasé la mayor parte de mi vida, hasta los treinta años, creyendo que nunca iba a trabajar. A los veinte, anduve a la deriva entre los estudios de posgrado, los periodos de desempleo y los trabajos temporales. En cada uno de esos roles sentí la misma falta de pertenencia. (...) Era sobreeducado e inservible, y ocupaba el puesto de alguien que lo merecía más que yo. Incluso cuando estaba en las clínicas psiquiátricas, sentía que realmente no estaba deprimido». Fischer creyó haber vencido el combate a la depresión, pero no era así. «Me ha costado mucho entender esto. La depresión es el espectro maligno que me ha acechado toda mi vida. Comencé a escribir este blog en 2003, cuando la vida cotidiana era apenas soportable». Una pura desolación personal que, en las últimas páginas, enlaza de forma poética con otra depresión: la resignación social. La aceptación de que todo va a empeorar irremediablemente, que no tendremos pensiones, que demos las gracias por este trabajo. Que el Estado del Bienestar es inviable y que, en suma, no somos de ese tipo de personas que pueden actuar y cambiar algo. El terreno de juego está en sus conciencias.