En casa de Walt Whitman
El bicentenario del nacimiento del poeta, que se celebra el próximo año, viene anunciado por la recuperación de inéditos y textos desconocidos, mientras su hogar en Estados Unidos se ha convertido en centro de peregrinación de los cientos de lectores que celebran la tolerancia y exaltación de la vida del poeta.
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El bicentenario del nacimiento del poeta, que se celebra el próximo año, viene anunciado por la recuperación de inéditos y textos desconocidos, mientras su hogar en Estados Unidos se ha convertido en centro de peregrinación de los cientos de lectores que celebran la tolerancia y exaltación de la vida del poeta.
Brooklyn, junio de 1855. Un hombre de treinta y seis años publica un libro que no llega a las cien páginas y que ha titulado «Hojas de hierba». En la Unión no se ha escrito nada parecido y le lloverán las críticas implacables, cuando no malintencionadas y hasta censuras judiciales. Es Walt Whitman, al que pocos reconocen su genio; entre ellos, el pensador estadounidense más importante de la época, Ralph Waldo Emerson, que le mandará una carta elogiosa –«Admiro su pensamiento libre y valiente, saludo el inicio de su gran carrera literaria», le dice– que el joven conservará como un tesoro, divulgándola siempre que pueda para reivindicarse, y que está llamado a ser «el mayor demócrata que el mundo ha conocido», como dijo otra cumbre de la prosa americana, Henry David Thoreau, tras conocerle en 1856.
Pero, más allá de los libros, la presencia del considerado fundador de la poesía norteamericana, Whitman, del que se cumplirá el próximo año el bicentenario de su nacimiento, puede respirarse de otra manera: conociendo su entorno «in situ»: es el Walt Whitman Birthplace, la casa natal del escritor que cuida desde los años cincuenta la Walt Whitman Birthplace Association, que la compró en 1951 (hoy situada en el número 246 de la Old Walt Whitman Road, Huntington Station, Nueva York) para mostrar lo que, seis años después, se convirtió en un Sitio Histórico del Estado de Nueva York, restaurándose para devolverle su aspecto de 1820. La casa la había construido su padre, Walter Whitman, que era albañil, hacia 1816, y Walt nacería allí el 31 de mayo de 1819 y permanecería hasta los cuatro años, cuando la familia decidió trasladarse a Brooklyn.
El viajero interesado hoy, mediante una visita guiada, puede ir de habitación en habitación desde el vestíbulo, siempre encabezado por tres cubos con agua por si acaso se declaraba un incendio, hasta el cuarto reproducido como era cuando su madre Louise Van Velsor, de ascendencia holandesa, lo alumbró; también, la sala presidida por la chimenea donde dormían los padres, la habitación de invitados, el ático donde se guardaban las herramientas de la granja, la cocina donde también se lavaba la ropa, el área de la despensa, en la que hay fotos de la casa de cuando solo era una granja, en 1810, y del tiempo en que dicha Asociación la adquirió. Una visita que empieza en el vestíbulo, lleno de instantáneas y paneles del autor, junto a una pequeña tienda de libros y recuerdos, y que se abre hacia el patio ajardinado, donde se conserva el pozo del que la familia extraía agua y en el que se yergue una enorme estatua del poeta, con un sombrero, bastón y la mano alzada, con una mariposa –inevitable recordar la «Oda a Walt Whitman» de Lorca, donde habla de «tu barba llena de mariposas»– posada en ella.
El libro crece
Es realmente una visita extraordinaria, allí en Long Island, para los amantes del llamado en su tiempo «Buen Poeta Canoso», quien «vivió para su libro, que fue creciendo, con sucesivas adiciones y “anexos”, como un organismo viviente, con la sola interrupción de la Guerra Civil, que conmovió a los Estados Unidos desde 1861 a 1865». Son palabras del ecuatoriano Francisco Alexander, que publicó su traducción de la poesía completa de Whitman en 1953. El poeta conocerá, como enfermero voluntario en campos de batalla y hospitales militares, lo más plural y desgarrador de su país, y su visión acabará indefectiblemente en sus versos. No en vano, calificará a su país de «gran poema» y, atendiendo a la Nación desde el Individuo, en el prefacio de la primera edición de su «work in progress» –que alcanzará las nueve ediciones y unos cuatrocientos poemas, la última pocos meses antes de morir–, dejará claro que lo mejor de su tierra es «el común de las gentes» Para él, la literatura será la herramienta ideal para forjar un espíritu democrático común que contenga, además, el elemento religioso –si bien sin asideros eclesiásticos–, el factor del Alma siempre por encima de lo material. Como se lee en su libro «Perspectivas democráticas», él mismo destaca que sus ideas son fruto de sus vagabundeos, de observar al ser humano, ya sea en Nueva York o en medio de la naturaleza. Toda esta visión libre, fraterna, pura, acaba germinando en una poesía que no para de editarse y a la que se añadió «Días con Walt Whitman» (Señor Lobo Ediciones, 2014), de Edward Carpenter, un activista social británico que acudió en dos ocasiones a Filadelfia para ver a Whitman, quien le transmitiría ideas como esta que alienta un «carpe diem» para todos: «La fe de que hay que disfrutar del pre-sente, que confiere color y vida a los mil y un detalles secos de la existencia».
Champán para el ocaso
No hay en la historia de la literatura una combinación semejante de individualismo y pluralidad, de mirada interior –«Yo me canto y me celebro»– y de mirada exterior: hacia sus conciudadanos, los estados, la naturaleza. Por eso se va al autor continuamente en las mesas de novedades bibliográficas, pues su visión de la vida y de la humanidad no puede ser más intemporal: es la necesidad de ver iguales al hombre y a la mujer, a la persona poderosa y al vagabundo, al rico y a la prostituta. No hay nada ni nadie superior a otro: «Creo que una brizna de yerba / no es menos que el camino / que recorren las estrellas. / Y que la hormiga es perfecta», recitaba Serrat en medio de un concierto en 1974 aludiendo a que él creía lo mismo que Whitman.
Sus inicios, con todo, fueron sobre todo como narrador, y así se puede comprobar en el reciente «Relatos» (editorial Cátedra), en edición de Carme Manuel, que ya había preparado la novela antialcohólica de la que el autor luego renegaría, «Franklin Evans, el borracho». Se trata de los veinticuatro relatos que publicó en la Prensa entre 1841 y 1848: un Whitman de formación autodidacta y periodística, un ámbito que le sirvió como vía propagandística de reformas sociales y políticas. Son textos asentados en su mirada hacia la familia, la vulnerabilidad de mujeres y niños, la corrupción empresarial y la explotación obrera o la pena capital. Sin estas historias, plenas de sentimentalismo y compasión, no se entendería su «Canto a mí mismo», la pluralidad interior del hombre que decía contener multitudes.
Este Whitman rico en afectos y puntos de vista siempre despreció lo material e incluso durante sus últimos años sus admiradores harían colectas de dinero para ayudar a sufragar sus pocos gastos. Una de sus pocas adquisiciones ocurrió en 1884, cuando compró una casa en la calle Mickle, en Camden, Nueva Jersey, por 1.750 dólares, con los royalties de la última edición de «Leaves of Grass». En aquella casa –que también se puede visitar–, aún con ánimos de poder disfrutar de una de sus debilidades, el champán que le llevaban sus amigos, fallece el 26 de marzo de 1892. Enseguida se organiza una vista pública de su cuerpo, y durante tres horas desfilan frente a él más de mil personas; es enterrado cuatro días más tarde en el mausoleo que ya tenía preparado desde bastante tiempo atrás, en el Harleigh Cemetery de Camden, también en la actualidad lugar de peregrinaje para el whitmaniano viajero, en la ladera de una colina en la que él quiso adentrarse para siempre a través del bosque.
Desde sus hojas poéticas de 1855, que no iban firmadas pero sí acompañadas de una fotografía inusual para la época, con un Whitman vestido de trabajador adoptando una relajada pose, y hasta hoy, el poeta que solía dirigirse al lector futuro en sus versos se ha hecho en verdad inmortal. A ello contribuirían sus albaceas literarios, que editarían su obra completa y su correspondencia y conversaciones. A él, que tanto amor sintió por la ópera, «y sin la cual, como él mismo confesó, no habría escrito “Hojas de hierba”» –como dice en el prólogo a su traducción completa de «Hojas de hierba» Eduardo Moga (Galaxia Gutenberg, 2014)–, le hubiera complacido saber que el británico Gustav Holst compondría «The Walk Whitman Overture (op. 7)», en 1899. Y que el país que tantas veces lo negó el título como poeta –fue justamente en Inglaterra desde donde más se apoyó su obra literaria durante cierta etapa– le tenía reservado un gran reconocimiento: lo que el crítico literario Malcolm Cowley llamó el acontecimiento académico de mayor relevancia desde la Segunda Guerra Mundial hasta 1982, año en que aparecía el primer volumen de una biblioteca de autores estadounidenses, tomando como modelo la biblioteca de La Pléiade francesa, a cargo de la Library of America, precisamente con la edición de las obras del, por decirlo con la expresión lorquiana, «viejo hermoso Walt Whitman».
Siempre en la naturaleza
Hace pocos años salía a la luz en español por vez primera el «Diario de Canadá» (Ápeiron Ediciones) de Whitman (en la foto, su casa en EE. UU), en lo que fue su único viaje fuera de su país: «Escribo en la región más bella y extensa de lagos e islas que uno seguramente podría ver en la tierra». El país le inspiraría una serie de ocho poemas titulada «Fantasías en Navesink» (1885) tras contemplar las auroras boreales todas las noches, andar por Toronto, «una ciudad encantadora y apuesta», gozar de las cataratas del Montmorenci y dedicar elogios a «la fértil provincia felizmente poblada de Ontario y la [provincia] de Quebec». Incluso acude a un asentamiento indio para conocer a los chippewas, se asombra ante el sistema escolar, que califica de «uno de los mejores y más completos del mundo», y comenta la gran cantidad de instituciones que hay para personas discapacitadas, huérfanas, enfermas, ancianas o demente.