En el fango de la condición humana
Hablaba de aquello como si careciera de importancia, pero sí la tenía. Veinte años de poli hacen mella. Demasiados malos rollos, muchas horas chungas. La mirada comienza en los ojos, pero pervive en la memoria. Vestía como un escritor, pero traía la planta de los tipos que han gastado placa, de esas cantidad de guapas que únicamente lucen los chicos de la autoridad y los muchachos con uniforme azul. De su paso por ahí le quedó la idea inevitable de que el hombre no es sólo un ser de «mall» y supermercados; un animal gregario de «family» y restaurantes. Entrevió que en su interior habita bastante aventura cruel y desesperada, ambiciones de dominación y de conquista, todo aquel mono que una vez fuimos y del que pensamos que nos habíamos deshecho. Quizá su talento literario comenzó con Aquiles y Héctor, pero su pulso narrativo se lo da su examen de la brutalidad, su capacidad para leer la mezquindad y entrever la maldad en las sonrisas. Víctor del Árbol sorprendió con «La tristeza del Samurái» y se asentó en el sendero de la literatura con «Respirar por la herida». Ambas recogieron premios y reconocimientos fuera de España. Con «Un millón de gotas», que editó Destino, apuntaló su trayectoria con su examen de la condición humana y sus contradicciones. Ahí ya escribía como si quisiera hundir al lector en el fango de la realidad para que descubriera que ahí fuera, chico, hay peña muy bestia y muy amoral, capaz de balearte por un Ducados, prostituir niños, vender mujeres, traficar con drogas y blanquear dinero, la coca del capitalismo; matones que han forjado la historia y que viven entre nosotros, y que él te cuela en casa para que no te olvides, chaval, de que la literatura es eso, inquietarte.