Entre toros y tiros
La contienda marcó la vida del mundo taurino. Festivales, becerradas y corridas al servicio de las respectivas causas se multiplicaron. En unos cosos los paseíllos eran con el puño cerrado y en otros con el brazo en alto.
Al proponerme a escribir mi nuevaa obra sobre la Guerra Civil, me asaltó con fuerza el deseo de dedicar un capítulo al mundo de los toros durante la contienda. Sin duda, era difícil sustraerse a la curiosidad de adentrarse en la desolación que la guerra ocasionó en una de las señas más simbólicas de nuestra cultura. Desolación recreada, además, en una obra de arte cumbre creada en pleno conflicto, como el «Guernica» de Picasso, o en una película genial que ha contado la masacre fratricida con humor no exento de dramatismo, como «La vaquilla», de Luis García Berlanga.
Era precisamente la última escena del filme berlanguiano la que me venía de modo constante a la memoria mientras indagaba en la profunda sima abierta en julio de 1936 en el mundo del toreo en las dos Españas. Me refiero, por supuesto, al abrazo fraternal en tierra de nadie entre «Cartujano», que lucha en el bando nacional, y «Limeño II», que está enfilado en el republicano, junto al cadáver de la vaquilla cuya lidia y posterior zampada se disputaban, entre los gritos y abucheos que llegan de unas y otras trincheras por el fiasco del duelo taurino en tierra de nadie.
Escena conmovedora que, en realidad, venía a recrear otro abrazo, no menos entrañable y emotivo, pero además histórico, entre tres matadores provenientes de una y otra España que, contratados por un empresario francés para tan solemne ocasión, se reencontraron compartiendo cartel en la plaza de toros de Burdeos, con ocasión de la fiesta nacional gala del 14 de julio de 1937: Domingo Ortega, procedente de la zona franquista, con Vicente Barrera y Jaime Noaín, llegados de la republicana.
Sobre el coso de la ciudad francesa que acogió en los últimos años de su vida a Francisco de Goya, gran amante de la tauromaquia, como artista y como aficionado, Ortega, Barrera y Noaín se recrearon en la suerte de una efímera reconciliación entre las dos Españas ante, paradójicamente, un público francés dividido por sus simpatías hacia una u otra causa.
La prensa de la época ofrece una interminable relación de crónicas para conocer el desgarro que la contienda causó en el mundo de la lidia, como en España entera. El signo de la guerra marcó desde muy temprano la vida de toreros, ganaderos y empresarios taurinos. Festivales, becerradas y corridas al servicio de las respectivas causas se multiplicaron por toda la geografía nacional. La diferencia era que en unos cosos los paseíllos se hacían con el puño cerrado y en otros con el brazo en alto.
En las plazas republicanas torearon «Chicuelo», «Cagancho», «El Gallo», «Niño de la Palma», «El Estudiante», «Maravilla», Juan Luis de la Rosa, «Guerrita Chico», Enrique Torres, Manolo Martínez y «Chiquito de la Audiencia», además de los citados Vicente Barrera y Jaime Noaín. Peor suerte corrió Juan Luis de la Rosa, que había toreado en la Monumental de Barcelona el 16 de agosto frente al presidente de la Generalitat, Lluís Companys, a beneficio de los hospitales de sangre del bando republicano. Un mes después fue asesinado por unos milicianos en la misma Ciudad Condal.
A la zona franquista se acogieron también algunos grandes matadores a los que el comienzo de la guerra sorprendió en territorio republicano, como Marcial Lalanda, Domingo Ortega o los hermanos Bienvenida, que después torearon por la causa nacional, al igual que «Manolete», «Machaquito», «Platerito», «Venturita», Juan Belmonte y su hijo Juanito, Victoriano de la Serna o Antonio Márquez.
El bando republicano comenzó ganando la guerra de los toros en cuanto a número de festejos celebrados en favor de los combatientes o los hospitales de sangre. Así, entre agosto y diciembre de 1936, según Gutiérrez Alarcón, hubo veinte corridas en la zona «roja» frente a ninguna en la zona «nacional», así como diecisiete festivales frente a once.
Los festejos taurinos en la zona nacional fueron multiplicándose a medida que avanzaba la guerra. Con las corridas se celebraban las ciudades conquistadas al enemigo o se recaudaban fondos para el Auxilio Social o la organización Frentes y Hospitales. Las corridas en la zona republicana; sin embargo, fueron desciendo a medida que se destruían las ganaderías bravas, al principio por pura hostilidad revolucionaria contra los terratenientes, aunque después sucedió por necesidades de intendencia. Y ello a pesar de las disposiciones emitidas por el propio Gobierno republicano para que no se sacrificaran las hembras del ganado bravo con el fin de garantizar la conservación de la especie.
Luis Uriarte cifra en 5.083 reses de casta y herradas las que los ganaderos de la Unión de Criadores de Toros de Lidia poseían en la zona central antes de la guerra. En mayo de 1937, solo quedaban 166 vacas, 8 toros, 22 añojos y 127 crías. Según Julio de Urrutia, el matador Marcial Lalanda, que era también ganadero, le contó que había perdido durante la guerra más de 600 cabezas.
Los propios ganaderos fueron diana de la represión en la zona republicana. Gutiérrez Alarcón cita los asesinatos, en su finca de El Arahal (Sevilla), de la viuda del ganadero Romualdo de Arias, Teresa Zayas, de su hermano Javier, dos hijos y dos sobrinos. Urrutia recuerda a su vez los casos del asesinato de Juan Manuel Puente, que llegó a ser alcalde de Colmenar Viejo; Cristóbal Colón Aguilera, duque de Veragua; Tomás Murube o Argimiro Pérez Tabernero y sus hijos Fernando, Juan y Eloy.
La represión en ambas retaguardia tuvo también como diana a los toreros. Un caso singular es el del matador Victoriano Roger Serrano, «Valencia II», asesinado en Madrid el 18 de diciembre de 1936 por la «Brigada del Amanecer», a los 38 años. El odio fratricida consiguió lo que no habían conseguido las catorce cornadas que este torero llevaba cicatrizadas en su cuerpo. Más dramático si cabe es el destino de los nueve familiares de Marcial Lalanda asesinados en la zona republicana en agosto de 1936.
De entre los hombres del toreo fallecidos a causa de la barbarie en las retaguardias destacan los banderilleros granadinos Francisco Galadí Melgar y Joaquín Arcollas Cabezas. Su fusilamiento en Víznar junto a un viejo maestro cojo, Dióscoro Galindo González, y sobre todo un poeta universal, Federico García Lorca, les ha convertido en símbolo.
Al igual que la mayoría de los españoles en edad de ser llamados a filas, las figuras del toreo tuvieron que empuñar las armas, aunque algunos seguían toreando en retaguardia mientras estaban de permiso. En las filas franquistas lucharon Marcial Lalanda y los hermanos Manolo y Pepe Bienvenida, incorporados a la columna del coronel Sáenz de Buruaga; también Manolete, soldado de artillería en el frente de Córdoba, y Domingo Dominguín, que llegó a ser herido. Por el bando franquista cayeron en combate Pepe García Carranza, «El Algabeño», el banderillero Fernando Gracia y el novillero Félix García, según el recuento de Julio de Urrutia. Por el lado de la República, también murieron en combate los novilleros Cayetano de la Torre, «Morateño», y Ramón Torres, que falleció como piloto; los banderilleros Pedro Gómez, «Quirín», Francisco Ardura, «Paquillo», y José Duarte Acuña; y el picador Julio Grases, «Jirula», entre otros. Un caso particularmente dramático, y aún rodeado de misterio, es el de Saturio Torón, torero de Tafalla (Navarra), apodado «El León Navarro» por su valentía, que fue siempre su distintivo. Herido en el frente de Somosierra en agosto de 1936, Torón volvió al frente, ascendido a capitán. Encontrará la muerte a finales de diciembre de 1936, a los 35 años de edad. Algunas versiones apuntan a que «El León Navarro» fue asesinado dentro de sus propias filas por sus antecedentes falangistas o por intentar pasarse a las trincheras nacionales.
Torón pertenecía a una unidad de milicianos comandada por el novillero Luis Prados Fernández, «Litri II», que acabará al mando de la 96.ª Brigada Mixta, conocida como la «brigada de los toreros», y a la que el historiador Javier Pérez Gómez ha dedicado un ameno y riguroso estudio. Sirvan estas líneas, en el ochenta aniversario del final de la Guerra Civil, en homenaje a todos los que sufrieron las consecuencias de la contienda con la permanente lección de que nunca más los españoles hagan de matadores de otros españoles.