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Éste es el hombre que manda en el arte

Hans Ulrich Obrist, director de la Serpentine Gallery, es el más influyente artísticamente hablando según la lista de «Artreview». En ella no hay ni un solo nombre español.
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Hans Ulrich Obrist, director de la Serpentine Gallery, es el más influyente artísticamente hablando según la lista de «Artreview». En ella no hay ni un solo nombre español.
Las listas de «hits» ya no son exclusivas de las publicaciones de música o de cine. Desde que, en 1970, el alemán Willi Bongard creara el primer ranking anual de las personalidades más influyentes del mundo del arte –el denominado «Kunstkompass»–, no han dejado de aparecer clasificaciones de todo tipo que conducen a afirmar, con el mayor de los énfasis, que, en el cada vez más frívolo sector artístico, el puesto sí que importa. La amplia repercusión que, año tras año, posee la lista de los 100 nombres más influyentes del arte elaborada por «Artreview» viene a confirmar que el mundo del arte contemporáneo es lo que Tom Wolfe ha llamado una «estatusfera». En una sociedad cada vez más civil y en la que los títulos nobiliarios no pesan nada, el arte ha resucitado una pasión por la jerarquía que contradice por completo sus ínfulas transgresoras y activistas. Más allá del valor simbólico de la obra –por momentos minimizado–, lo que importa es el control: quién lo ejerce y el modo en que lo ejecuta. Lo demás son nimiedades.
En un universo tan mercantilizado como el del arte contemporáneo, pudiera sorprender que el lugar de honor de la lista, el número 1, lo ocupe un teórico y comisario como Hans Ulrich Obrist, al frente de la dirección artística de la Serpentine Gallerie, y que el cajón de plata sea para Adam Szymczyk, director artístico de Documenta 14. Tras ellos, no pueden faltar Frances Morris (director de la Tate Modern), Adam D. Weinberg –director del Whitney Museum–, Glenn D. Lowry –director del MoMA– y el resto de nombres imaginables que completan el póker de ases de los centros de arte más influyentes del mundo. La interrogante que al instante asalta es: ¿de verdad la «estatusfera» del mundo del arte contemporáneo valora tanto las aportaciones teóricas y los criterios curatoriales a la hora de fijar los diferentes escalafones de su preciada jerarquía? En un sector en el que la élite reconoce que leer lleva mucho tiempo y es una tarea solitaria mientras que el arte promueve comunidades de rápida formación, ¿se puede esperar un auténtico y profundo reconocimiento de sus personajes más «sesudos»? La respuesta, evidentemente, es no. Si por algo interesan los comisarios, teóricos y directores artísticos es por su dimensión económica. En cierta manera, actúan como agencias de «rating»: evalúan los riesgos de apostar por un artista, le suben o le bajan la calificación, y sirven de guías para los inversores y su insaciable sed de especulación. Al mundo del arte real, al de la pasta, las zonas VIP y las alfombras rojas, le importa un bledo la teoría del arte. Jamás los galeristas y los coleccionistas han leído tan poco sobre arte. Por decirlo de alguna manera, los escritores, curadores y conservadores les aportan esa pátina intelectual que, en su versión más superficial y ridícula, sirve para prestigiar la pertenencia a la impenetrable y endogámica jerarquía del arte contemporáneo.
Otro de los aspectos destacable es el dominio de las galerías multinacionales. Haus and Wirth, David Zwirner, Gagosian, Pace y White Cube aparecen en posiciones muy aventajadas, confirmando que solo el escaso grupo de «marcas» galerísticas con varias sedes internacionales pueden influir en el devenir del arte contemporáneo, mientras que la miríada de establecimientos de mediana y pequeña escala –los auténticos revulsivos del mundo artístico– que se diseminan por todo el planeta solo sirven de relleno de ferias y modestos animadores culturales de su ciudad. Sorprende, en este sentido, que, dentro de la reñida competición que enfrenta a las grandes «majors» del arte contemporáneo, la todopoderosa Gagosian haya sido desbancada por Haus & Wirth y David Zwirner, confirmándose así el «sorpasso» que numerosos analistas del mercado del arte presagiaban desde hacía algunos años.
Con todo ello, el indicador más relevante de cuantos se reflejan en la lista de «Artreview» es la ausencia de los responsables de los departamentos de arte contemporáneo de las más importantes casas de subastas: Christie’s, Sotheby’s, Philips de Pury, etc. De sobra es conocido que, ante la creciente escasez de obras de arte antiguas en circulación, las casas de subastas han centrado sus mayores esfuerzos en la venta de obras de autores contemporáneos. Desde que un artista como Damien Hirst se saltó, en 2008, el eslabón del galerista y colocó en Sotheby’s obras salidas directamente de su estudio, la casa de subasta ha dejado de ser un canal de ventas para las obras de arte en mercado secundario y ha invadido descaradamente el territorio sacrosanto de las galerías. El miedo, por parte de éstas, a que la adrenalina y el glamour incomparable de la puja roben paulatinamente sentido y coleccionistas de prestigio a los “openings” de las galerías ha conducido a que el sector galerístico haya optado por una estrategia proteccionista y corporativista con respecto a sus intereses. Debido, quizás, al hecho de que gran parte de los encuestados por «Artreview» son galeristas, las casas de subastas no tienen presencia en el ranking de los «elegidos». El poder se encuentra, en este caso –y como sucede con las encuestas más interesadas–, «cocinado» a su favor.
¿Molestan los artistas?
Si hay algo evidente en este ranking es que al mundo del arte le molestan los artistas. Si existiera la posibilidad de narrar el cuento de hadas sin la aparición de ninguno de ellos, la historia sería perfecta. Pero, a pesar de todo, resultan imprescindibles para mantener vivo este circo; algo que el resto de la jerarquía reconoce solo a regañadientes, permitiendo que únicamente uno de cada diez puestos sea ocupado por un creador. Junto con ausencias hace unos pocos años impensables –como la de Damien Hirst, el artista de los récords–, y presencias relegadas a posiciones muy retrasadas –véanse los casos de Jeff Koons, Marina Abramovic o Gerhard Richter–, el aspecto más sorprendente de la reducida nómina de artistas introducidos es su «perfil bajo» y, hasta cierto punto, tendencioso. Que el autor mejor colocado sea el fotógrafo Wolfgang Tillmans, y que el principal mérito para ello haya sido su participación activa en la campaña del Brexit en favor del «remain», no deja de resultar cuanto menos excéntrico y la prueba fehaciente del poder que EE.UU, Gran Bretaña y Alemania poseen dentro del mapa artístico internacional. Como intrigante cuanto menos constituye el hecho de que, entre los cincuenta primeros, se hallen nombres como Pierre Huygue o Rirkrit Tiravanija, integrantes destacados del sobrevalorado movimiento de la «estética relacional», cuando una rápida mirada al panorama chino, coreano o africano permite destacar decenas de artistas con una vocación social y política un millón de veces más interesante.
Mención aparte merece la ausencia de artistas españoles entre los cien primeros. Que el arte español no cuenta en el panorama internacional es algo que, de sabido y comentado hasta la saciedad, apenas si merece un nuevo comentario. España es un país que, en lo artístico, y de cara al exterior, vive de los tópicos de siempre. Nuestro raquítico sistema de galerías, así como la debilidad de la crítica, impiden visualizar artistas como Ángela de la Cruz o Irene Grau, cuya dimensión discursiva estremece por su contundencia. Mientras los problemas inveterados del arte español no se resuelvan mediante soluciones contundentes y traumáticas, el grado de influencia de nuestros artistas y profesionales seguirá siendo inexistente.

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