Fátima y el milagro del sol
Hace ahora cien años sucedió en la localidad lusa de Cova da Iria un hecho único, el baile del astro en el cielo en presencia de la Virgen del Rosario y miles de peregrinos. El espectáculo se pudo ver tres veces y duró más de diez minutos.
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Hace ahora cien años sucedió en la localidad lusa de Cova da Iria un hecho único, el baile del astro en el cielo en presencia de la Virgen del Rosario y miles de peregrinos. El espectáculo se pudo ver tres veces y duró más de diez minutos.
Hace ahora justo 100 años que tuvo lugar en Fátima uno de los hechos más prodigiosos en la Historia de la Iglesia y de la humanidad, del cual doy cumplida cuenta en mi libro El secreto mejor guardado de Fátima, convertido ya en el fenómeno editorial de espiritualidad del año en España. La veracidad de las apariciones de la Virgen a los tres pastorcitos Lucia, Jacinta y Francisco quedó acreditada, entre otros hechos, por el llamado «Milagro del sol». Hasta la prensa atea, que lo había anunciado entre burlas escépticas, se plegó al día siguiente conmocionada. El 13 de octubre de 1917, en efecto, la Virgen había augurado para las doce del mediodía un milagro que sería visible por todos, con independencia de su credo religioso. Era comprensible que, ante semejante anuncio, acudiesen más de 70.000 peregrinos de los rincones más remotos de Portugal, y hasta del extranjero, atraídos por tan excepcional espectáculo.
Un día lluvioso
La jornada amaneció lluviosa. Y no cayó agua del cielo así como así. Había un doble propósito providencial: por un lado, probar la fe de los que pensaban congregarse para presenciar el milagro, algunos de los cuales revocaron su asistencia desanimados por las adversas condiciones meteorológicas; y por otro, señalar la grandiosidad del milagro mediante el acentuado contraste entre el cielo gris lluvioso y la luminosidad resplandeciente del sol. La víspera, Maria Rosa, la madre de Sor Lucia, se mostró recelosa y con temor, hasta el punto de comentarle a su hija: «Es mejor que vayamos a confesarnos. Se dice que mañana tendremos que morir en Cova da Iria. Si la Virgen no hace el milagro, la gente nos matará. Por eso conviene que nos confesemos y estemos preparadas para morir».
La chiquilla le respondió, en cambio, muy tranquila: «Si usted, madre, quiere ir a confesarse, yo también voy. Pero no por ese motivo. Yo no tengo miedo a morir. Estoy muy segura de que la Virgen cumplirá mañana su promesa».
Al día siguiente, los pastorcitos acudieron a su cita con la Señora calmados y sonrientes, convencidos de que la Virgen no les defraudaría. «Llegados a Cova da Iria –recordaba la propia Lucia–, junto a la pequeña encina, llevada de un movimiento interior, pedí al pueblo que cerrase los paraguas mientras rezábamos el Rosario. Poco después, vimos el reflejo de la luz y enseguida a Nuestra Señora».
A continuación, se desarrolló el siguiente diálogo:
–¿Quién sois y qué queréis de mí?, preguntó Lucia.
La Virgen contestó:
–Decidles que hagan aquí una capilla en mi honor; que soy Vuestra Señora del Rosario; que continúen rezando el Rosario todos los días. La guerra va a terminar y los soldados volverán pronto a sus casas.
–Tenía que pedirle muchas cosas –suplicó entonces Lucia–, que cure a unos enfermos, que convierta a los pecadores...
–A unos, sí; a otros, no –repuso la Señora–. Es preciso que se enmienden, que pidan perdón por sus pecados. ¡Que no ofendan más a Dios Nuestro Señor, que está ya muy ofendido!
«Y abriendo las manos –añadió Lucia–, las hizo reverberar en el sol, y según se iba elevando, continuaba proyectando en el sol el reflejo de su propia luz. Mi intención no era llamar la atención del pueblo, pues ni siquiera me daba cuenta de su presencia. Lo hice llevada de un impulso interior que me movió a ello».
La multitud contempló, absorta, el prodigio. El cielo se abrió, cesando la lluvia de inmediato y deshaciéndose las nubes. De repente, el sol empezó a girar sobre sí mismo, como si fuera una rueda de fuego, mientras diseminaba por todas direcciones resplandores amarillos, verdes, rojos o azules. Minutos después, el sol se detuvo para reanudar poco después su increíble danza, como si fuese a desprenderse del firmamento y a precipitarse sobre el gentío. Presos del pánico, algunos cayeron de rodillas para rezar o gritar hasta enronquecer sus gargantas.
El padre Federico Gutiérrez, en su obra «La verdad sobre Fátima» daba cuenta así del gran milagro: «Este espectáculo fue percibido claramente por tres veces, durante más de diez minutos, por 70.000 personas, creyentes e incrédulos, simples ciudadanos y hombres de ciencia. Los niños habían fijado de antemano el día y la hora en que había de realizarse. Ningún observatorio astronómico registró este fenómeno, que por eso precisamente no tiene explicación natural alguna. Hubo individuos situados a varios kilómetros de distancia que lo vieron también».
La avalancha de testigos fue tal, que hasta los más críticos y escépticos no tuvieron más remedio que rendirse finalmente ante la aplastante evidencia.