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Gabo, entre las bellas artes

Entre familiares, admiradores y los presidentes de México y Colombia, el escritor recibió un gran tributo en el que no faltaron sus queridas flores amarillas
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En su larga y prolija vida, Gabriel García Márquez consiguió lo que siempre había deseado. No eran los honores, ni el premio Nobel de Literatura. Era una persona a la que le gustaba la simplicidad y les sacaba el cuerpo a los homenajes y a todo lo que le recordara la inmortalidad. Tampoco anhelaba escribir una de las más grandes novelas de todos los tiempos. Su ambición era, según lo dijo en varias ocasiones, que sus amigos lo quisieran más. Y, a juzgar por el cariño profesado a partes iguales por sus admiradores y seres queridos en la ceremonia de ayer, lo consiguió.
A las 15:00 horas (22:00 hora española) las cenizas del Nobel de Literatura partieron desde su residencia en la capital mexicana, en la colonia Jardines del Pedregal, hacia el Palacio de Bellas Artes. El acto no tuvo un carácter religioso, aunque el recuerdo de su Dios siempre estuvo presente en su obra y vida.
«Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado. Pero tuvo que rendirse ante la intransigencia de la muerte», escribía en tono profético en la obra «El amor en los tiempos de cólera».
Puntuales, las camionetas que transportaban a la familia del artista ingresaron al recinto por una puerta lateral, mientras que en las inmediaciones sonaba «Macondo», de Óscar Chávez. El Palacio de Bellas Artes, ese imponente edificio afrancesado contiguo a la Alameda Central, ha servido de escenario para despedir a diferentes personalidades de las artes, nacidas aquí o que eligieron México para radicarse. El escritor Carlos Fuentes, una de las principales glorias literarias de México, fue homenajeado en el Palacio de Bellas Artes el 16 de mayo de 2012. También se trató del lugar elegido para despedir al Nobel de Literatura Octavio Paz cuando murió en 1998. Al actor Mario Moreno «Cantinflas» lo lloraron los mexicanos en el mismo lugar cuando falleció en 1993, y también fue despedida allí la cantante Chavela Vargas, costarricense de origen y que vivió ocho décadas en México, hasta su muerte en 2012.
La urna con los restos de García Márquez se colocó en el vestíbulo, flanqueada por las banderas mexicana y colombiana. Sobre el féretro una monumental fotografía con su rostro miraba fijamente al auditorio. En las afueras, rodeando el recinto, y como si de un gran caballero del Medievo se tratase, grandes pendones soportaban imágenes en blanco y negro del fallecido, marcados con los años de su nacimiento y muerte (1927-2014).
El escenario principal estuvo adornado con flores amarillas, las preferidas de Gabo. No podía escribir sin un ramo en su escritorio: fueron también su escudo protector. El genio de las letras, supersticioso hasta la médula, solía utilizarlas para adornar su solapa cuando aparecía públicamente, y en su cumpleaños, el 6 de marzo. Fueron también las que inundaron su lecho, como si el escritor decidiera pagar con ellas a Caronte, el barquero de Hades, encargado de guiarle al otro lado del río Aqueronte.
Guardia de honor
Los lectores de García Márquez comenzaron a acceder al recinto. «Vengo porque siempre quise decirle lo importante que era, y por pena y por verlo tan grande nunca se lo hice saber, ni siquiera por carta», dijo visiblemente emocionada Monserrat Paredes, una bióloga de 27 años, mientras hacía un enorme fila para entrar al majestuoso edificio.
Para el homenaje se preparó un fragmento de la selección de música que al propio García Márquez le agradaba. De esta manera los compases de la pieza «Intermezzo interrotto», del húngaro Béla Bartók, se unieron a los ritmos del vallenato. Entre sus canciones preferidas estaba «La diosa coronada», compuesto en los años 50 por el maestro Leandro Díaz, uno de cuyos versos el Nobel incluyó como epígrafe en «El amor en los tiempos del cólera», en la página siguiente a la dedicatoria: «Para Mercedes, por supuesto». De hecho, García Márquez definió «Cien años de soledad» como «un vallenato de 450 páginas». Fue la banda sonora de su despedida. Con el sol cayendo, el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, y el colombiano, Juan Manuel Santos, tomaron brevemente la palabra y recordaron al maestro. No se leyó ningún texto inédito, como se rumoreaba en los prolegómenos. Una guardia de honor cerró el acto. En la ceremonia estuvo presente toda la familia del autor. «No tengo las palabras, no las tengo», alcanzó a decir Jaime García Márquez con ojos lagrimosos flanqueado por Carmen Miracle, viuda del escritor colombiano Álvaro Mutis –amigo entrañable de García Márquez–, y el escritor igualmente colombiano Guillermo Angulo.
En Colombia, Bogotá, se instalaron pantallas gigantes en la plaza Bolívar para que toda la ciudadanía pudiese participar del encuentro. Hoy, el presidente Santos, ya de vuelta a la capital, también participará en la ceremonia solemne que tendrá lugar en la Catedral Primada, donde la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia interpretará el «Réquiem» de Mozart, otra de las piezas favoritas del fabulador caribeño. Además, mañana, el Ministerio de Cultura inaugurará la exposición «Gabo. Lectura nacional», en el marco del Día del Idioma y del Día Internacional del Libro. Es el pistoletazo de una semana cargada de homenajes, una manera de recordarle, pero también de hacer presión para que se repatríen los restos.
A este respecto, la viuda de Gabo, Mercedes Barcha, declaró a los periodistas que, en todo caso, será la familia la que finalmente decidirá cómo y dónde descansarán. García Márquez nunca perdió su nacionalidad colombiana a pesar de los ofrecimientos que siempre se le hizo en México para que se naturalizara allí. La familia tendrá que decir también qué pasará con una obra que estaba escribiendo el autor, «En agosto nos vemos». En definitiva, García Márquez murió pleno, tranquilo. Se despidió de su familia, que lo acompañó hasta el final, y se fue con un amor enorme. El maestro se marchó en un estado de dulzura, de bondad. Es una muerte perfecta. En la cama, rodeado de los suyos y festejado por sus acólitos. Cualquiera quisiera morir como Gabo.