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George Washington o el pánico a ser enterrado vivo

El presidente de EE UU sentía verdadero pavor a lo que se denomina tapefobia y por eso pidió que se le enterrase 78 horas después de fallecer, aunque no es el único caso
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El presidente de EE UU sentía verdadero pavor a lo que se denomina tapefobia y por eso pidió que se le enterrase 78 horas después de fallecer, aunque no es el único caso.
Si George Washington, el primer presidente de los Estados Unidos, levantara la cabeza hoy, más de dos siglos después de su muerte, sufriría una nueva crisis atávica de tapefobia o miedo a ser enterrado vivo. De la insólita noticia se hicieron eco, el pasado 8 de enero, multitud de periódicos en España: los ronquidos de un hombre, cuya muerte ya habían certificado los médicos, alertaron a los presentes de que aún estaba vivito y coleando poco antes de practicarle la autopsia. No se trata de un personaje de ficción, sino de un infeliz de carne y hueso. Su nombre: Gabriel Montoya Jiménez, uno de los reclusos de la prisión asturiana de Villabona.
No hay duda de que, de haber vivido hoy, esta historia tan macabra como real hubiese inspirado a Edgar Allan Poe su relato El entierro prematuro, publicado en 1844. Y entre tanto, a George Washington podemos considerarle un digno pionero del pánico irracional a morir sepultado. Antes incluso de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando se compulsaban ya prolijos testamentos para impedir tan atroz tormento, el considerado «Padre de la patria» dispuso que no se le enterrase hasta setenta y ocho horas después de su fallecimiento. Las instrucciones a su secretario Tobías Lear fueron precisas y rotundas. Y éste, como es natural, las obedeció a pies juntillas.
Claro que, el miedo cerval a fenecer en el interior del ataúd entre horribles estertores provocaba incluso que algunos moribundos dejasen por escrito, a modo de espeluznante legado, su deseo de ser decapitados antes de que cubriesen el catafalco con paletadas de tierra. Se comercializaron también féretros con todo tipo de sofisticados reclamos para avisar en caso de que el muerto «resucitase» de improviso. No hace falta remontarse siglos atrás para hallar nuevos casos de tapefobia. El cantante Manolo Escobar, de sobra conocido en medio mundo, expresó a sus familiares de forma inconfundible su último deseo: «Pinchadme y aseguraos de que he muerto de verdad», manifestó su hija Vanessa al rotativo «Abc».
La tétrica confección de ataúdes marcó un hito en la historia con el mariscal y duque prusiano Fernando de Brunswick, a quien se atribuye la primera iniciativa de fabricar un féretro con una ventanilla exterior para comprobar si el difunto descansaba realmente en paz.
Ataúdes de seguridad
No hablamos de ciencia ficción, sino de una realidad tan palpable como la muerte misma. El reumatólogo sueco Jan Bondeson no se anda precisamente por las ramas en su «Gabinete de curiosidades médicas», publicado en 2001, donde nos refiere numerosos ejemplos de personas que legaron a sus herederos las instrucciones más rocambolescas y precisas para que se asegurasen de su muerte antes de darles sepultura. Bodeson relata también que, entre 1868 y 1925, se patentaron en Estados Unidos, la madre patria de nuestro recordado George Washington, más de una veintena de ataúdes de seguridad dotados con toda clase de artilugios. Como el del conde Karnice-Karnicki, médico de la Familia Real belga, quien en 1897 ideó un tubo para permitir la entrada de aire en el ataúd. En caso de registrarse el menor movimiento en el interior del cajón, el mecanismo del aire se activaba haciendo sonar una campana y agitando una banderita en el exterior en prueba de que el «muerto» aún respiraba.
Hablando de escritores, la activista social británica Harriet Martineau, autora del tratado Cómo observar la moral y las costumbres, entregó a su médico personal la suma de diez guineas para que se cerciorase de que su cabeza era desprendida del tronco antes de introducirse en la caja mortuoria, el 27 de junio de 1876. Por no hablar de Francis Douce, británico también, miembro destacado en pleno siglo XIX de la Sociedad de Anticuarios de Londres y célebre también por su impresionante colección de libros y grabados. Pues bien, Douce le dejó doscientas guineas al cirujano Sir Anthony Carlisle para que le extrajese el corazón nada más certificar su muerte. Y Carlisle no era un anatomista cualquiera: además de su pertenencia a la Royal Society, descubrió la electrolisis junto con William Nicholson, fenómeno que, mediante una corriente eléctrica, permite separar los diferentes elementos que integran un compuesto.
Sea como fuere, los restos mortales de George Washington y de su esposa Martha reposan hoy en el conocido cementerio de Mount Vernon, situado a treinta kilómetros al sur de Washington, en la antigua finca del primer presidente de Estados Unidos, visitada por los reyes Felipe V y Letizia Ortiz en septiembre de 2015. Dejemos ya a los muertos que descansen en paz.

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