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Georges de la Tour, un artista al 75 por ciento

EL Museo de El Prado inaugura una espectacular retrospectiva dedicada al pintor francés y reúne 32 de los 40 cuadros que forman su obra.
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EL Museo de El Prado inaugura una espectacular retrospectiva dedicada al pintor francés y reúne 32 de los 40 cuadros que forman su obra.
Georges de La Tour es un pintor sin biografía, hecho solo de cuadros. Un caravaggista que pasó del realismo inmediato que le ofrecía la calle, el trajín diario de tahúres, músicos, maulas y otros querubines que orillan la marginalidad a un realismo simbólico o metafórico que le viene de una posible reflexión o intelectualización del oficio. Le salió así un «Santiago el menor» avillanado, con una cicatriz pícara en la me-jilla; una «Riña de músicos», con un zanfonista ciego, de mirada homérica y puñal abyecto, y una sinfonía de magdalenas y santos tenebristas y algo desacralizados, más próximos al campesino y al artesano corriente que a la presunta majestad que dictaban las tradiciones imperantes, esas iconografías vaticanas y oficiales. Su pintura, más que de una escuela, que siempre mira hacia el pasado, hacia los maestros del ayer, proviene de levantar la vista y contemplar su época, azotada por los males de la Guerra de los Treinta años: la peste, el belicismo extendido, las malas cosechas y las hambrunas, que justamente le dieron la materia pictórica para «Los comedores de guisantes», con dos indigentes tristes y alegóricos; esa pareja de ancianos, apagada y famélica, que arrastra las enfermedades parasitarias de la desnutrición, como ha develado la observación atenta y el examen oportuno de las figuras.
Si Georges de La Tour principia en una pintura diurna, de cierta brutalidad, rico en arquetipos, cromatismo variado y pulso osado, de joven rebelde, que no teme violentar las censuras y mostrar la miseria, siempre tan incorrecta como escandalosa, y los tramposos jugadores de naipes que despluman a los bienintencionados y los ingenuos, finaliza, sin embargo, rubricando unas composiciones nocturnas, de paleta reducida, ambigua religiosidad y rara delicadeza. Parte de Georges de La Tour es el mismo misterio que impide perfilar su figura, esa falta de datos fiables que le rodean, o sea, los párrafos que aún quedan por escribir de su vida, los capítulos por cerrar que ensombrecen su retrato. Hay quien afirma que estos óleos, de escasa narratividad, «religiosidad laica» y tonalidad rojiza, de mucho contraluz, responden a un gusto transitorio que se impuso en su tiempo, a una fórmula pasajera que disfrutó momentáneamente de éxito y de enorme aceptación entre la ávida clientela que frecuentaba al artista. Pero hay quien también especula – donde no existe letra escrita, existen hipótesis, teorías y tesis– que estas telas provienen del incendio de 1638 que arrasó la villa de Lunéville, en el condado de Lorena, ciudad donde residía el artista y que ardió hasta los cimientos, llevándose consigo el taller, la casa y parte de la obra que había firmado.
El fuego es un agente destructivo, pero también inspirador que, según difunden unos, ya le proporcionó a El Bosco ideas pa-ra una de las tablas de «El jardín de las delicias». Y puede que también le diera a De la Tour un argumento plástico, un contraluz que le proporcionaría parte de su personalidad artística y que cimentaría aún más su leyenda cuando en 1915, en el transcurso de la Primera Guerra Mundial, se redescubriera su nombre –después de que su trabajo cayera en el olvido durante muchas décadas–. Su aparición en el siglo XX lo convirtió en un descubrimiento y casi en una vanguardia, como sucedió con El Greco, hasta convertirse en el pintor más popular de Francia. La muestra que se le dedicó en 1997 en París fue vista por 530.000 personas, la más visitada en el mundo ese año y que, en la actualidad, todavía ostenta el récord de asistentes de una exposición monográfica.
El Museo de El Prado, con el apoyo de la Fundación Axa, da un paso hacia adelante y reúne ahora el 75 por ciento de su obra, 32 de las 40 pinturas que se conservan de él. Es una de las primeras en ofrecer una retrospectiva tan ambiciosa y espectacular sobre el canon de un creador original, aún poco conocido en España, pero que es uno de los más importantes del país galo y de Europa. Un pintor francés, pero mucha traza española, con con mucha influencia de Velázquez y de Ribera, que encontró parte de su identidad, de la marca propia que le identificaría en adelante, en la desacralización oportuna de las telas religiosas que pintaba. Esa intencionada profanación que supone privar de elementos religiosos a sus figuras y que asoma en su «Adoración de los pastores», donde las figuras que van a rendir tributo a Jesús se confuden con María y José; en «El recién nacido», que no queda claro si es una maternidad o la Virgen con el Niño y Santa Ana, o «San José carpintero», que es casi una escena cotidiana, una instantánea robada a la que se le ha añadido ese título de escena piadosa para dar el pego, para no encontrarse con caprichosas y gratuitas inquisiciones. Con esta mundanización de lo sagrado, De la Tour lo que hace es sacralizar lo que había admirado en su juventud, al hombre corriente, al pobre, al músico ambulante, al artesano que, igual que él, que vive de lo que hace.