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«Grandes intérpretes»: Uchida, del piano profundo y poético

larazon
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Schubert: «Sonatas» «nº 21», «15» y «20». Mitsuko Uchida. Fundación Scherzo. Auditorio Nacional de Música. Madrid, 23-I-2018.
La pianista japonesa (Tokio, 1948) ha vuelto a poner de manifiesto su calidad de schubertiana en este concentrado y denso recital en el que se ha echado a la espalda tres de las más importantes sonatas del compositor vienés, demostrativas de su arte original y trascendente. Queriendo seguir las estructuras externas clásicas, pero, sin ser del todo consciente, acabó por dinamitarlas desde dentro de una forma casi subversiva. En esta línea de perenne descubrimiento se ha instalado desde años Uchida, que expone, canta, mide, respira, construye de una manera muy personal apoyada en una espléndida técnica de ataque, en un sutilísimo juego de pedal, en un mecanismo las más de las veces seguro y en una sonoridad muy hermosa, de tersos reflejos. Sorprendentemente, comenzó la intérprete con la «Sonata» más madura, la «nº 21 en do menor, D 958», marcada desde el comienzo por el férreo control del ritmo, que supo contrastar con el dulce canto del tema lírico. Nos gusto, más allá de ciertas asperezas indeseadas, la forma en la que quedaron resaltados los poderosos efectos armónicos. Uchida impulsó la dramática cabalgada del «Finale», contribuyendo, con un «tempo» prudente, a destacar los rasgos más perturbadores de la obra. Remarcamos el contraste que los dedos de la pianista establecieron, como era de esperar, con ese «lirismo en estado puro» (Einstein), que define a la «Sonata nº 15 en la mayor, D 664», cristalina y «cantabile», con una digitación muy precisa, únicamente alterada por pasajeros roces. La labor de la pianista, si se quiere no perfecta y, en determinados momentos, falta de chispa, de exultante apasionamiento, se elevó a la mayor altura en la «Sonata nº 20 en sol mayor D 894». El complejo armónico, estático, tan bello, que constituye el tema de apertura, fue expuesto con poder y convicción, mantenidos durante el fantasioso y heroico desarrollo, sustituidos en el «Andante», de tan acusada simplicidad, por el debido toque ligero y en el «Menuetto» por el sinuoso vaivén del vals. Quedaba remachar con ese peculiar «Allegretto» conclusivo en 4/4. La pianista acertó a proporcionar ese tan atractivo aire de improvisación que pide y requiere la página. La composición tuvo por todo ello al final esa apariencia de «poema virgiliano» que solicitaba Liszt. Como era lógico, después de la tan buena y profunda música escuchada no hubo bises.

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