Iron Maiden, la nación heavy
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Uno sabe que se celebra un concierto heavy cuando intenta comprar cerveza en las tiendas de alrededor y hasta los comerciantes asiáticos han visto desbordadas sus previsiones. Horror en el ultramarinos. Que se lo pregunten a la estatua que Dalí le dedicó a Gala en la plaza de Felipe II convertida en barra de bar. Así de dramática era la situación en los alrededores del Barclaycard Center de Madrid antes del concierto de Iron Maiden, segunda parada en nuestro país de la mítica banda tras el Resurrection Fest y la de hoy en Sevilla. Eso sí, ni un solo incidente.
Queremos creer que los británicos llegaron a la capital en su Ed Force One, el avión privado bautizado con el nombre de su icónico e inmortal «alter ego» durante estos 16 discos de carrera, del que desembarcaron la clásica pirámide que forma su escenografía que, en realidad, llegó a Madrid en camión. Con llamaradas y las primeras acrobacias guitarreras llegaron «If Eternity Should Fall» y la aclamada «Speed of Light» para dar los primeros cabezazos de un recinto lleno hasta la bandera.
Iron Maiden se ajustan a los tópicos divinamente, porque es como ver fumado «Los mundos de Wayne» o «Beavis y Butthead recorren América» por decimoquinta vez. En algún momento te vas a reír aunque te sepas todos los gags. Y ése es el cariño que se les tiene a los heavis, el equivalente en aficiones musicales a la gaditana en el fútbol. Tocan «air guitar» y tienen que caer bien por su inquebrantable militancia.
La voz de Bruce Dickinson es una de esas características que se adaptan a los cánones con exactitud, aunque lleve un atuendo «skater» y un peinado con flequillo francamente desconcertantes. No así el público de anoche, preparado masivamente con la camiseta reglamentaria y las melenas (glups, eso cada vez menos) listas para el movimiento en espiral de «Tears of a Clown». Derrocharon las necesarias profusiones de solos de guitarra en «The Red and The Black» con tiempo para el lucimiento de cada uno de los tres guitarristas (sí, tres: Dave Murray, Adrian Smith y Janick Gers), que, éstos sí, se parecen a los heavis de Gran Vía.
En «The Trooper» Dickinson se vistió su casaca militar y blandió una raída Union Jack. No, fueron dos y notó el esfuerzo de agitarlas porque apenas pudo cantar al micrófono en el ángulo correcto unas cuantas palabras. En «Powerslave» (anoten: un grupo heavy tiene por mandamiento introducir la palabra “power” una vez al disco) cambió la casaca por la máscara de luchador mexicano y volvió a desaparecer mientras caía el chaparrón de solos de guitarra a la velocidad de la luz (otro fetiche colectivo). Regresó con la máscara de un simio en la parte posterior de la cabeza y otro colgando del cuello para cantar «Death & Glory». Algo de misterio hay en esa fascinación por la muerte y el infierno, y el poder y la sumisión en una afición tan simpática como los heavis, pero éste no es el lugar para analizarlo.
«Vivimos una historia de civilizaciones que chocan y esta canción trata sobre una que desapareció y no sabemos por qué. Puede que nos pase a nosotros», anunció Dickinson antes de «The Book of Shouls», una balada de campeonato que puso otro misterio sobre la mesa. ¿Cómo demonios hará Dickinson para aguantar una noche tras otra esos agudos? El tema se desarrolló como una locomotora y apareció un muñeco de Ed haciendo gestos infantilmente obscenos y persiguiendo al grupo como si eso fuera «Los payasos de la tele». Dickinson cantó con una soga de ahorcado (otra vez, la muerte) y menos mal que se pusieron serios con «Fear of The Dark» y «Iron Maiden», que, efectivamente, dejaron lo anterior en un juego de niños. Con «The Number of The Beast» quedó claro que la hora y pico anterior había sido poco más que un prólogo inevitable (para tener un modelo de camiseta nuevo en la tienda) y ahí va otro enigma: la voz de Dickinson logró agudos aún no imaginados. Con «Blood Brothers», el líder invocó a todas las religiones y nacionalidades de los 15.000 presentes bajo el signo de la «música, la amistad y la cerveza». Ésa era y será la nación heavy. Y al salir, los chinos volvían a tener llenas las neveras.