«Islandia»: Los estragos de la ambición
Autora: Lluïsa Cunillé. Director: Xavier Albertí. Intérpretes: Joan Anguera, Lurdes Barba, Paula Blanco, Juan Codina, Oriol Genís... Teatro María Guerrero. Hasta el 1 de julio de 2018.
Atendiendo a su estructura, «Islandia» se enmarca aparentemente dentro de lo que podríamos llamar un teatro de texto de factura clásica; pero, al mismo tiempo, por la deliberada propensión de su lenguaje a lo metafórico, y por la sosegada cadencia con la que se van repartiendo significantes a los espectadores para que sean ellos quienes busquen los correspondientes significados, podría decirse que tanto la autora como el director han querido desechar cualquier fórmula convencional a la hora de dramatizar su historia. Y esa historia no es otra que la de un financiero islandés que sufre en sus propias carnes los estragos de una gran crisis económica a la que él mismo ha contribuido. En este sentido, resulta elocuente y atinadísimo el diálogo que el protagonista mantiene con una chica que trabaja en el local al que antaño, en época de bonanza, él acudía con sus compañeros a celebrar con champán los éxitos laborales; puesta al tanto de la quiebra en la que se encuentra ahora el protagonista, la joven, que no ha sido nunca más que una víctima del sistema sin perspectiva alguna de futuro, se da cuenta, echando la vista atrás, de que ella también, sin darse cuenta, había brindado «por la futura bancarrota del país» con aquellos ejecutivos que acudían al local. La dilatada escena sirve como carta de presentación del protagonista y como introducción al posterior y simbólico viaje que él mismo, pero con solo 15 años, realizará hasta Nueva York a lo largo de toda la función en busca de su madre. En ese recorrido lleno de obstáculos el inocente chaval entrará en contacto con una extraña galería de personajes que simbolizan en buena medida el ingente material humano de desecho que toda esa debacle económica, y a la vez moral, ha generado. Algunos de estos personajes tienen más entidad dramática que otros, pero todos, ciertamente, están muy bien interpretados en esta parábola, sin duda suntuosa, sobre almas prostituidas en manos de la codicia, la cual, no obstante, se desarrolla de una forma demasiado plana y demasiado lenta.
LO MEJOR
Pocas veces un personaje tan joven como el que encarna Abel Rodríguez está tan bien interpretado
LO PEOR
El tempo de la función es tan pausado que incluso en el estreno cundía el sueño en algunas butacas