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La crueldad sin límites de Juan Zápolya

Gobernador de Transilvania y rey de Hungría, su terrible historia forma parte de la leyenda más negra vivida por el pueblo húngaro
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Gobernador de Transilvania y rey de Hungría, su terrible historia forma parte de la leyenda más negra vivida por el pueblo húngaro
El nombre de Juan Zápolya (1487-1540), vaivoda de Transilvania –término eslavo para designar al gobernador de una provincia– y rey de Hungría desde 1526 hasta su muerte, tal vez le suene a chino. Pero si añadimos que el simpar Carlos I de España y V de Alemania emprendió una campaña militar contra él para respaldar a su hermano Fernando de Habsburgo en su camino hacia el trono de Hungría, detentado por nuestro nuevo protagonista con el nombre de Juan I, servirá para rescatarle en parte del olvido. Decir que Juan Zápolya era un indeseable resulta incluso un mero eufemismo a estas alturas. No en vano, Zápolya forma parte hoy de la leyenda más negra del sufrido pueblo húngaro.
A su lado, Pedro I el Cruel o Iván el Terrible eran casi unos aficionados. El castigo que Zápolya infligió a Jorge Dózsa en 1514, caudillo de los campesinos húngaros, es prueba fehaciente de cuanto afirmamos, dado que reviste una crueldad sin límites en la Historia. Advirtamos antes que, tras concertarse una tregua de tres años con el nuevo sultán turco Selim I, conocido como «el Severo» o «el Valiente», se anunció en Hungría una Cruzada contra los infieles. El arzobispo de Gran creía que, con la Bula del Papa León X y armando a los campesinos húngaros, se podría derrotar al sultán turco, lo cual resultó ser al final un falaz espejismo.

Cruzados campesinos

Irrumpió en escena entonces Jorge Dózsa, condecorado y convertido en noble por su acreditado valor en anteriores campañas contra el poder otomano. Bajo su mando, multitud de campesinos se aunaron para plantar cara a la media luna en la nueva Cruzada. Pero el primado de Gran echó marcha atrás cuando ya era demasiado tarde. Los cruzados formaban en aquel momento una legión tan numerosa, que en las aldeas sólo quedaban ancianos, mujeres y niños abandonados a su suerte. ¿Quién podía detener al caudillo Dózsa en semejantes condiciones?
Los nobles intentaron, aun así, retener a los campesinos para que regresasen a sus puestos empleando métodos crueles con ellos, mientras los cruzados a las órdenes de Dózsa asaltaban, saqueaban e incendiaban sus casas y palacios.
El levantamiento se extendió de manera incontrolada. Llegó un momento en que los nobles, aterrados por la bravura de sus contendientes, solicitaron ayuda urgente a la Corte de Bohemia y lograron aniquilar pronto a varios grupos de labradores levantiscos. Sólo Dózsa se mantenía firme, sin claudicar. Crecido en sus victorias, sitió la ciudad de Szegedin y conquistó poco después Temesvar. Dózsa tampoco era precisamente un corderito: mandó apalear al Obispo Nikklas Csaky y acto seguido, sin que le temblase el pulso, hizo que lo empalasen. Al tesorero Telegdy lo ensartaron por orden suya también y a continuación atravesaron su cuerpo con una soga; cosido de este modo, lo colgaron de una horca mientras le atravesaban con flechas y tiros.
Pero Juan Zápolya había reservado ya a Dózsa un tormento aún mayor. Con ayuda de un grupo numeroso de gitanos, hizo que los nobles forjasen un trono, una corona y un cetro de hierro. Dózsa fue sentado en ese trono por orden suya. Consignemos que el solio había sido preparado a conciencia; es decir, puesto al rojo vivo, lo mismo que la corona y el cetro. Colocado así a la fuerza en el asador, Dózsa fue coronado con el hierro incandescente ceñido a sus sienes. Y por si fuera poco, se le obligó también a tomar el cetro ardiente en su mano, de modo que el olor a carne chamuscada invadió todo el recinto del patíbulo.
Pero no acabaron ahí las aberraciones: Zápolya ordenó como escarmiento que nueve prisioneros hambrientos saciaran su apetito con el cuerpo medio asado de su jefe. Verlo para creerlo. Tres labradores se resistieron a comer y fueron ejecutados sin contemplaciones a sablazo limpio, mientras los otros seis emprendían, resignados, el macabro festín. Aún tuvo fuerzas el infeliz de Dózsa para gritar «¡Perros!» cuando aquellos mismos hombres que habían combatido a sus órdenes empezaron a masticar sus muslos asados a fuego lento. Entre tanto, el malvado Juan Zápolya no paraba de reír contemplando la espantosa escena. Al final, el desdichado Dózsa fue descuartizado del todo y sus pedazos se colgaron en horcas en las cuatro capitales del país. El pueblo, que clamaba justicia, atribuyó la ceguera transitoria de Zápolya a la contemplación de tan horrenda ejecución. Sea como fuere, aquel acto inhumano supuso la derrota final de los labradores, condenados a servidumbre perpetua por la Dieta del Imperio Húngaro.

El precio del poder

Juan Zápolya vio amenazado su trono por el archiduque Fernando de Habsburgo, hermano, como ya sabe el lector, del emperador español Carlos V. Para intentar reforzar su corona, Zápolya se ofreció en matrimonio a la reina viuda María de Habsburgo, pero resultó rechazado. Entre tanto, el archiduque Fernando se proclamó rey de Bohemia y Hungría, en noviembre de 1527. Un año después, nuestro protagonista se vio obligado a huir a Polonia, pero logró que el sultán Solimán I intercediese en su favor para mantenerse en el trono. El precio pagado fue demasiado alto: Hungría debió ser declarado reino vasallo de la Sublime Puerta. Los nobles húngaros aceptaron tal humillación, lo mismo que su rey, excomulgado por el Papa. El precio del poder. Lo que ya no pudo evitar Zápolya fue otro giro de la historia: que, a su muerte, el archiduque Fernando de Habsburgo se coronase nuevo rey de Hungría con el nombre de Fernando I.

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