La importancia de un caracol
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En una reseña del año 2003, acerca de la novela «A paso de cangrejo», que había publicado Günter Grass el año anterior y que versaba sobre el papel de las víctimas del nazismo a raíz de las memorias de un periodista, el surafricano y también premio Nobel J. M. Coetzee, destacaba al autor que había irrumpido en 1959 con «El tambor de hojalata» como el primero en introducir, con su mezcla de elementos fabulosos y realistas, el realismo mágico en Europa. Por si fuera poco, era la primera vez que un autor alemán se encaraba a «ese pasado siniestro», en palabras de otro Nobel, Mario Vargas Llosa –que resumen la opinión de otro intelectual de renombre internacional, George Steiner–, «y a someterlo a una disección crítica implacable». Recuerda el hispano-peruano, en su ensayo «Redoble de tambor», que «se dijo, también, que esta novela, con su verba desenfadada y frenética, chisporroteante de invenciones, injertos dialectales, barbarismos, resucitaba una vitalidad y una libertad que la lengua alemana había perdido luego de veinte años de contaminación totalitaria».
Estas tres voces tan autorizadas nos servirían hoy para situar a Grass en el lugar de honor de las letras universales que merece a tenor de cómo innovó en esos tres elementos: en la impronta de un fuerte realismo trufado de magia en sus argumentos narrativos; en el tema de fondo candente en torno a la tragedia de millones de individuos –en aquellos años de escritura, tan reciente, y en medio de una Alemania partida en dos–, y en el estilo y tono lingüístico asombrosamente modernos. Tales fueron los puntos fuertes, valientes, de un Grass que, fiel a la tradición literaria de su país, hacía de sus escritos materia para lo ensayístico o lo reflexivo. Así, en el artículo «El gozoso apocalipsis de Arthur Schnitz-ler», de Juan Villoro –de notable formación germánica–, que precisamente se abre y se cierra con sendas alusiones a Grass, el mexicano demostraba cómo los autores en lengua alemana consideraban la literatura como una forma de filosofía al tomar la realidad como un asunto que iba a parar a «una teoría del conocimiento». Así las cosas, «Günter Grass va al dentista y después de la primera inyección habla de Séneca», decía, a modo de ejemplo irónico. Mucho de eso hay sin duda, pues, al hilo de esa excepción centrada en Schnitzler, Villoro detectaba una literatura que se alejaba de elegir la trama como componente central en obras como las de Grass. Muy al contrario, la mirada literaria del también poeta y dramaturgo –hay traducción al español del poemario «Payaso de agosto» (2007) y del drama político «Los plebeyos ensayan la revolución» (2001)– fue por otros cauces; para él, «la novela crece como una escultura: el mismo objeto visto desde todos los puntos de vista». Una escultura, por así decirlo, no tiene historia sino despierta definiciones, descripciones, meditaciones. De ahí que constatemos la opinión de Martín de Riquer y José María Valverde al apuntar que «El tambor de hojalata» y la posterior «Años de perro» (1964), ambas con protagonista deforme y simbólico, suenan artificiosas, y tras ello, recurramos de nuevo a Coetzee para decir que «Grass nunca ha sido un gran estilista en prosa ni un pionero de la narrativa de ficción. Su fortaleza radica en otra parte: en la agudeza con que observa todos los niveles de la sociedad alemana, en su capacidad para percibir las corrientes más profundas de la psique nacional, y en su firmeza ética». La nueva Alemania salida de los escombros y los crímenes fue la piedra ruinosa que Grass fue limando hasta reconstruirla con sus propios recuerdos y los de sus conciudadanos. Por ejemplo en «Del diario de un caracol» (1972), novela en la que un hombre habla a sus cuatro hijos sobre las atrocidades del Tercer Reich. El símbolo del caracol, que se desliza lentamente con seguridad, así como el del cangrejo, que se retrasa para avanzar, sirven de alegoría para el punto de vista sociológico de Grass, para el que Alemania tenía que salir adelante consciente de sus huellas. Aun así, su perspectiva no tendría un beneplácito unánime; de hecho, la polémica infló la importancia de Grass en asuntos de índole política más que literaria; en este plano, con todo, recibiría tanto buenas críticas como nefastas. El caso más llamativo fue el de Marcel Reich-Ranicki, muerto en otoño de 2013 a los 93 años tras una vida dedicada a la divulgación de la literatura en prensa y televisión. Sus controversias con Grass se harían célebres, y una vez sería portada de la revista «Der Spiegel» apareciendo enfadado y partiendo en dos la novela «Es cuento largo» (1995), sobre la que dijo que era «ilegible», entre otras cosas, porque Grass se mostraba muy moderado al recrear la represión perpetrada en la República Democrática Alemana.