De Tutankamón a Franco: La maldición de mover a los muertos
Un paseo por la Historia y las leyendas que rodean al traslado de tumbas célebres como la del faraón egipcio
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Un paseo por la Historia y las leyendas que rodean al traslado de tumbas célebres como la del faraón egipcio
Pedro Sánchez depositó una corona de flores el pasado domingo, 24 de febrero, sobre la lápida del ex presidente de la Segunda República, Manuel Azaña Díaz, en el cementerio de Montauban, al sur de Francia.
Muy pocos recuerdan hoy la sabia reflexión del propio Azaña, a modo de epitafio, sobre la que él mismo calificó como “la obra sombría de la venganza” que ha extendido y sigue haciéndolo, al cabo de más de ochenta años, “su mancha repulsiva” sobre España.
“Odio destilado lentamente –explicaba Azaña-, durante años, en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la “insolencia” de los humildes. Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra, y la temía... En el territorio dependiente del Gobierno de la República, caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de “fascismo”, políticos de significación derechista”.
Hoy, el Gobierno socialista en funciones se dispone a exhumar los restos mortales de Francisco Franco, y probablemente también los del caído José Antonio Primo de Riveraen el altar central de la Basílica. Y hay quienes piensan que a los muertos habría que dejarlos descansar para siempre en paz, con independencia de sus ideas expresadas y defendidas en vida. No en vano, como cavilaba José Ortega y Gasset, “el progreso no consiste en aniquilar hoy el ayer, sino al revés: en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear este hoy mejor”.
Y todo ello sin resquemores, odios ni revanchas. Simplemente invocando las propias palabras de Azaña, pronunciadas el 18 de julio de 1938: “Paz, piedad, perdón”.
Profanar tumbas de militares, políticos o de cualquier otro personaje célebre, incluido el mismísimo faraón Tutankhamon, sin permiso de sus familiares, nada bueno ha traído a lo largo de la historia, convirtiéndose incluso a veces en una especie de maldición que ha fulminado a sus autores más temprano que tarde.
De hecho, el arqueólogo y egiptólogo británico Howard Carter (1874-1939) jamás olvidó el descubrimiento de su vida: la tumba del faraón Tutankamón, el 26 de noviembre de 1922, en lo más profundo de las entrañas del Valle de los Reyes, frente a Luxor, en el alto Nilo.
El suelo sagrado que se pretende pisar también esta misma semana en el Valle de los Caídos para desenterrar al otrora “faraón” de España tampoco permite hacerse halagüeños presagios.
El suelo que pisó Carter aquel día con los miembros de su expedición había sido hollado en los últimos tres mil doscientos años. “Incluso el aire que respirábamos –evocaba luego él mismo- y que no había sido renovado desde hacía siglos, lo compartíamos todavía con los que habían conducido la momia a su lugar de reposo”.
Mientras la polea que debía levantar la tapa del sarcófago estaba ya casi lista, Carter no pudo ni siquiera imaginar que la llamada maldición de Tutankamón pudiera cebarse con algunos miembros de su expedición. En medio de un silencio estremecedor, se alzó la losa partida en dos que pesaba más de mil doscientos kilos (la de Franco pesa más de mil quinientos).
Cinco meses después de uno de los descubrimientos arqueológicos más sensacionales de los tiempos modernos, el mecenas de la expedición, Lord Carnarvon, falleció en el hotel Continental de El Cairo. Era la noche del 4 de abril de 1923. Mi amigo el doctor Roberto Pelta, un experto en venenos de todo tipo, corrobora hoy la verdadera causa de la misteriosa muerte: “Una erisipela provocada por la picadura de un mosquito, que desembocó en septicemia y neumonía”.
Dejamos ya para la leyenda los rumores que circularon entonces sobre la coincidencia de la muerte de Lord Carnarvon con un apagón en El Cairo que dejó a oscuras toda la ciudad, mientras en Inglaterra su perro caía fulminado en su residencia de Hampshire tras aullar como nunca antes lo había hecho. Aseguran incluso que durante la autopsia de la momia del faraón se localizó una herida justo en el mismo lugar donde el mosquito había picado al hombre que financió la expedición.
La cadena de muertes prosiguió en septiembre con la de su hermano Aubrey Herbert, que estuvo presente en el momento cumbre de la apertura de la cámara regia; a su regreso en Londres, falleció inesperadamente.
Lo mismo le sucedió en 1928 a Arthur Mace, egiptólogo del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, el hombre que golpeó por última vez el muro para penetrar en la cámara real. Claro que, dos años antes, había fallecido también en extrañas circunstancias Georges Bénédite, conservador del Museo del Louvre, tras haber visitado la tumba.
Por si fuera poco, en 1934 falleció de un ictus Alb Lythgoe, otro de los que estaban presentes al abrirse el sepulcro del faraón. Por no hablar de Sir Douglas Reid, que después de radiografiar la momia enfermó y regresó a Suiza donde murió al cabo de dos meses; o de la secretaria del propio Carter, fulminada por un infarto de corazón, y del padre de ésta, suicidado al enterarse de tan triste pérdida.
Este imparable reguero de fatalidades inexplicables alimentó la imaginación popular, unida a la publicación de artículos y libros sobre supuestas maldiciones faraónicas de las que sólo pareció librarse el propio Howard Carter, fallecido el mismo año en que concluía la Guerra Civil en España.
Las hipótesis para explicar las extrañas muertes se multiplicaron, desde la más sencilla, la maldición del faraón, hasta las más sofisticadas, según las cuales todas y cada una de las víctimas habían sido infectadas con esporas del moho Aspergillus fumigatus, colocadas en vasijas, a modo de armas biológicas contra los profanadores de tumbas sagradas.
Pero, como advierte el doctor Roberto Pelta, “hoy sabemos que las esporas del Aspergillus pueden ser inhaladas de forma cotidiana sin causar enfermedad alguna en sujetos sanos”.