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La muerte llama al niño Rey

El pequeño Alfonso XIII estuvo muy cerca de seguir los pasos de su padre tres años antes, cuando en 1889 enfermó de una neumonía gripal, en un año en el que la «influenza» causó estragos en España.
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El pequeño Alfonso XIII estuvo muy cerca de seguir los pasos de su padre tres años antes, cuando en 1889 enfermó de una neumonía gripal, en un año en el que la «influenza» causó estragos en España.
Cuando el futuro rey Alfonso XIII contaba apenas tres años de edad, un desastre natural, en forma de virus mortal, hizo su aparición en España a partir de 1889. La gripe o influenza de aquel año tuvo su origen en China, y se transmitió lentamente por las rutas del Turquestán y Siberia hasta llegar a Rusia, desde donde se extendió por Europa. A últimos de noviembre empezaron a manifestarse en Madrid numerosos casos de gripe: Segismundo Moret, futuro presidente del Gobierno, el duque de Ahumada y el subsecretario de Ultramar fueron de los primeros en caer. El 19 de diciembre había en Madrid más de veinte mil afectados. La enfermedad infecciosa no respetaba a nadie, y el propio Cánovas del Castillo, el general Cassola y muchos otros políticos y militares fueron también sus víctimas. Las esquelas de defunción ocupaban páginas enteras en los diarios. El 2 de enero del año siguiente, el célebre tenor Julián Gayarre fallecía a consecuencia de la pandemia, que postró también en cama a los ministros de Hacienda, Marina, Estado y Ultramar, y a la madre de José Canalejas.
Cuando el pueblo madrileño estaba aterrorizado por toda esta sucesión de infortunios, «La Gaceta» y los demás periódicos publicaron una terrible noticia: el rey estaba gravemente enfermo. Los temores parecieron confirmarse apenas cinco meses después, cuando el doctor Esteban Sánchez Ocaña, decano de los médicos de cámara, firmó el siguiente parte: «S.M. el Rey, que no ofrecía ayer novedad alguna en su salud, sufre desde la madrugada última una indigestión, acompañada de algunos reflejos cerebrales. Combatidos estos trastornos desde los primeros momentos, con los medios adecuados, se ha logrado que entrasen en vía de remisión, en la que continúan a las nueve de la noche, que cerramos este parte, 4 de enero de 1890». Muchos años después, el doctor Antonio Izquierdo diagnosticaba la auténtica enfermedad que a punto estuvo de acabar con el pequeño rey: se trataba de una neumonía gripal, de esas que pasan inadvertidas en los niños y que sólo se descubren tras un examen clínico minucioso, por un recuento de leucocitos o una radiografía al tercer día.
El niño experimentó fiebre brusca y elevada, vómitos, trastornos digestivos, sintomatología de meningismo... La noche del 9 al 10 de enero, la situación era gravísima, y a todos embargaba el terror de una meningitis. Los médicos administraron al rey un purgante de aceite de ricino, jarabe de tolú y tónicos cardíacos. La reina madre no pudo dominar sus fuertes emociones y sufrió un desvanecimiento. Los médicos le ofrecieron una taza de tila con unas gotas de éter, y la rogaron que descansase. Pero su hijo la reclamaba: «Estate conmigo; no me dejes solito, mamá». Y allí, al pie de su cunita, permaneció María Cristina horas interminables.

Arrodillada

Mientras, en la llamada «pieza amarilla» se celebró una misa, a la que acudieron la reina Isabel, la familia y los palatinos para pedir por la curación del rey. María Cristina, arrodillada ante la cuna de su hijo, miró suplicante al mismo Cristo que consoló a María Estuardo. Cuando ya casi todos, incluidos los políticos, daban por muerto al rey, se produjo su milagrosa curación. La enfermedad cedió al final: el pequeño dejó de tener fiebre y vómitos, y empezó a tolerar alimento. La reina madre, que, con gran intuición, desde el nacimiento de su hijo le había tenido muchas horas en el campo para contrarrestar así la desgraciada herencia de su padre, siguió esas mismas indicaciones de los médicos.
El pequeño Alfonso XIII se acostumbró así a pasar casi todo el día en la Casa de Campo o en El Pardo durante meses y años, motivando que muchos madrileños llegaran a preguntarse si al regio chaval se le criaba para ser rey o ¡conejo! El octavo Borbón de España era así de constitución débil y enfermiza, propenso a contraer gripes, catarros y rinitis, requiriendo con frecuencia las atenciones de sus médicos.
El fatídico 25 de noviembre de 1885, fecha de la muerte de su padre, Alfonso XII, estaba marcado a fuego en la memoria familiar. Aquel día, el rostro desencajado, pálido y sudoroso del regio enfermo hablaba por sí solo. Con una sola mirada, la reina supo que su esposo se moría y llamó al cardenal Benavides para que le administrase los últimos sacramentos. Poco después, ordenó que trajesen a sus hijas, pero cuando el coche llegó con las infantitas, éstas sólo pudieron besar la mano yerta del cadáver de su padre. María Cristina se deshizo en sollozos ante el cadáver de su amado esposo.

El principio del fin de Alfonso XII

Cuando Alfonso XII vino a España, tras la Restauración, siendo aún muy joven, hubo de salir de campaña con motivo de la guerra civil que asoló el norte; allí sufrió los influjos de la intemperie, padeciendo por ello algún catarro agudo. En agosto de 1883 le sorprendieron los sucesos de Badajoz y la Seo de Urgel, lo que le obligó a salir de pronto a recorrer las provincias del este con el sofocante calor estival, a caballo muchas veces, aspirando el polvo del camino y con poco descanso. Como consecuencia de todo ello, su delicada salud se resintió con una angina febril, pero el rey se negó a guardar cama por estimar que las circunstancias no se lo permitían. Fue en el otoño de 1883 cuando se manifestaron por primera vez los hechos morbosos que precedieron a su última enfermedad, aunque no fueron la causa de aquélla.