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La última cruzada de los templarios

Los caballeros del Templo de Salomón nacieron para asistir a los cristianos de oriente y para proteger los Santos Lugares, y devinieron en una organización financieray en un mito caballeresco que generó una extensa y heroica literatura. Cumplen 900 años.
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Los caballeros del Templo de Salomón nacieron para asistir a los cristianos de oriente y para proteger los Santos Lugares, y devinieron en una organización financieray en un mito caballeresco que generó una extensa y heroica literatura. Cumplen 900 años.
a orden de los llamados «Pauperes commilitones Christi Templique Salomonici», es decir, los caballeros del Templo de Salomón, fue una organización religiosa y militar que ha generado una enorme literatura y una serie de opiniones encontradas ya desde su propia época y durante los cerca de doscientos años que duró su peripecia histórica. Después de su desaparición, la controversia devino mito, al confluir con todo tipo de rumores políticos, esotéricos o conspiratorios, e incluso se convirtió en literatura, en su confluencia posterior con los temas de la narrativa. Pero el origen del Temple se ha de buscar en la fundación de principados occidentales en los antiguos dominios de los que había sido progresivamente despojado el Imperio Bizantino en torno a Tierra Santa. Su génesis y brillante trayectoria en sus primeros años se debe relacionar muy de cerca con las cruzadas y con la necesidad de proteger a los peregrinos de la temprana Edad Media que deseaban visitar los santos lugares de la Cristiandad, caídos en manos musulmanas desde no hacía tanto, merced a la pérdida de terreno de los bizantinos. Las peregrinaciones a Jerusalén ya eran comunes desde el siglo IX, cuando fueron fomentadas y protegidas por los reyes occidentales, e incluso antes –la monja hispana Egeria (s. IV) o el santo inglés Wilibaldo (s. VIII) habían hecho viajes muy celebrados– pero desde el siglo X, a raíz del retroceso de los bizantinos en Siria y Palestina, las cosas empezaron a cambiar. La destrucción de la iglesia de la Resurrección y el Gólgota en Jerusalén en 1009 por orden del califa fatimita Alhakem marcó el inicio de las dificultades para acceder a Tierra Santa, que se intensificaron desde la catástrofe del ejército bizantino en Manzikert (1071) y el consiguiente dominio musulmán de esta zona estratégica para las rutas de Asia Menor.
La primera Cruzada
Cuando el Papa Urbano II proclamó la Primera Cruzada en el Concilio de Clermont (1095) su excusa era, por supuesto, la liberación de Tierra Santa y la libertad de estas rutas de peregrinos, aunque subyacían sin duda otros fenómenos como los movimientos espirituales de la época –de Cluny al Císter–, la pretensión del papado de unir la Cristiandad y una cierta presión social y demográfica en la Europa occidental. Los ejércitos occidentales, al grito de «Dieu le veut!», marcharon a Oriente para recuperar Tierra Santa y auxiliar a los bizantinos de Alejo I Comneno, bajo el mando de señores feudales como Godofredo de Bouillon, Bohemundo de Tarento o Raimundo de Toulouse. Aunque estos caudillos juraron lealtad al emperador bizantino y prometieron devolverle los territorios que recuperasen de los turcos, pronto comenzaron las disensiones en el seno de la coalición cristiana –entre latinos y griegos existía una natural desconfianza, derivada del cisma religioso– y los cruzados se lanzaron a la fundación de señoríos en aquellas tierras arrebatadas a los musulmanes.
Así, cuando Balduino de Flandes tomó la ciudad de Edesa, optó por no reconocer el mando del emperador Alejo, sino que se autoproclamó príncipe, sentando un precedente que abría el camino para la fundación de principados cristianos, según el sistema feudal de Occidente, en las tierras conquistadas por la cruzada. Además, en busca de legitimación política, Balduino fue adoptado por el rey armenio Toros de Edesa, reforzando sus pretensiones al trono y desestabilizando aun más las pretensiones de recuperar la autoridad bizantina de aquellas tierras. Al principado de Balduino le seguiría la toma de la simbólica ciudad de Antioquía, que quedó bajo el gobierno del normando Bohemundo de Tarento, que estableció allí otro principado feudal. Cuando al fin los cruzados llegaron a Tierra Santa y la ganaron por las armas, tomaron posesión del pequeño territorio y lo denominaron pomposamente Reino de Jerusalén, dejándolo bajo el gobierno de Godofredo de Bouillon, autoproclamado «Defensor del Sacro Sepulcro».
A la muerte de Godofredo fue subió al trono de Jerusalén su hermano Balduino. Este necesitaba el apoyo de un contingente organizado de caballeros que ayudaran a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos, al no contar con recursos suficientes.
Fiel vasallo
Por ello, recabó el apoyo del conde de Champaña y de su fiel vasallo Hugo de Payns, con una tropa selecta de nueve caballeros a la que se concedió el privilegio de habitar junto al rey de Jerusalén nada menos que en los restos legendarios del antiguo Templo de Salomón, en la mezquita de Al-Aqsa. cuando el rey pasó a habitar a otro lado ahí se estableció la sede este grupo de caballeros «del Templo», formado en torno a 1118-1119, con Hugo de Payns (cerca de Troyes), como primer maestre y fundador. La Orden del Temple muy pronto empezó a recibir numerosos apoyos políticos y el refrendo eclesiástico, ya que, en 1129, el Concilio de Troyes aprobó la regla básica de estos «Pobres Caballeros de Cristo y de Templo de Salomón», con estrictas ordenanzas, las más antiguas de su género, que concernían a asuntos fundamentales como, entre otros, vestimenta, alimentación, comportamiento y una serie de normas para estos monjes-soldados.
Entre las notas características de los orígenes de los templarios hay que citar el hecho de que estuvieron enmarcados en el ambiente de reforma religiosa que se desarrollara en la Champaña natal de estas figuras, con representantes como san Roberto de Molesmes, fundador de las abadías de Molesmes y Cîteaux, o la de san Bernardo de Claraval, personajes clave en la fundación y la expansión del Císter. El propio San Bernardo de Claraval fue uno de los grandes apoyos de los templarios y acrecentó su buena fama en Europa, sobre todo en las jerarquías eclesiásticas y en la Curia papal. Esto llevó a una serie de las bulas –Omne Datum Optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145)– que vinieron a confirmar los privilegios de la orden. Bajo el signo de la cruz roja sobre el manto blanco creció rápidamente la orden en poder, expansión e influencia, no solo territorial, eclesiástica y política sino también económica, gracias a sus pingües ingresos por donaciones y diversas estrategias financieras. Y así se aumentó el número de caballeros, aunque hay que contar con que los nueve originarios tuvieron siempre su séquito y apoyo militar.
El Temple fue un puntal decisivo para la supervivencia de los reinos cristianos en Oriente hasta que se inició la decadencia de estos a partir de la conquista de Jerusalén por Saladino a finales del siglo XII. A partir de entonces, y hasta la pérdida final del último bastión cruzado en Tierra Santa a finales del siglo XIII. Expulsados de Tierra Santa, la sede de la Orden pasó a Chipre y desde entonces se inició una larga decadencia. Relacionado su éxito con el de las Cruzadas, cuando decayó la presencia occidental en Tierra Santa, la Orden comenzó a perder influencia y se convirtió en una presencia inquietante para la jerarquía eclesiástica y para los muchos grandes señores que habían contraído deudas con su poderoso entramado financiero. Pero esto es otra historia, que se extiende mucho más allá de los orígenes de esta brillante y exitosa organización espiritual y militar que creció a la sombra de las legendarias estructuras del Templo salomónico y se convirtió en una leyenda.