Largo Caballero y Stalin, los últimos verdugos
José Antonio fue condenado a muerte en un simulacro de juicio bajo la presión de Francisco Largo Caballero, influido a su vez por el envío de armamento a la República procedente de la Unión Soviética a cambio de las reservas de oro del Banco de España, las cuartas más importantes del mundo. Sabemos que en el fusilamiento participaron un sargento y tres soldados del Quinto Regimiento, constituido a iniciativa del Partido Comunista de España (PCE) y de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). El propio Stalin jaleó en última instancia el asesinato del líder de Falange Española sirviéndose del general Alexander Orlov, jefe de la NKVD en España, la policía secreta soviética precursora del KGB; y, cómo no, también de su embajador Marcel Rosenberg, en contacto permanente con el propio presidente del Gobierno, Largo Caballero, y su ministro de Justicia, Juan García Oliver. Entre otras evidencias recogidas en «Las últimas horas de José Antonio», figura este telegrama personal del propio Stalin a José Díaz Ramos, secretario general del PCE y sujeto como tal en gran medida a las consignas del Komintern.
Fechado el jueves 15 de octubre de 1936, tan sólo un mes antes de la ejecución de José Antonio, el telegrama es ya de por sí elocuente: «Los trabajadores de la Unión Soviética, al prestar a las masas revolucionarias españolas toda la ayuda de que son capaces, no hacen más que cumplir con su deber. Comprenden que la liberación de España de los reaccionarios fascistas no es un asunto privado de los españoles, sino la causa común de toda la Humanidad avanzada y progresista». Y José Antonio, aunque estuviese entre rejas, resultaba un incordio para los comunistas y estalinistas que, nunca mejor dicho, le odiaban a muerte.
«Intereses extraños»
Buenaventura Durruti conocía casi tan bien las penumbras del coliseo bélico como el pasillo de su casa. Sus palabras recordaban a las del mismo Stalin: «En esta guerra, cada día menos civil y más internacional, se ventilan muchos intereses extraños a los propios españoles, que ni el mismo Gobierno de la República está en condiciones de desestimar o combatir». ¡Cuánta razón tenía!
Igual que Luis Araquistáin, uno de los políticos que mejor conocían sin duda a Largo Caballero, «el Stalin español», de quien fue asesor intelectual. Araquistáin era el principal ideólogo de la facción bolchevique del PSOE al frente de la revista «Leviatán», órgano del «largocaballerismo» entre 1934 y 1936. En un revelador artículo suyo publicado con estilete en el «Diario de la Marina» de La Habana (Cuba), el 8 de junio de 1939, dejaba al descubierto los turbios conciliábulos de Largo Caballero con la URSS. Titulado de manera explícita «La intervención soviética comprobada por cartas de Stalin», Luis Araquistáin aludía sin tapujos en su artículo al «chantaje soviético». Y lo hacía con pleno conocimiento de causa, dado que en su caso la compra de armas para el Gobierno republicano llegó a convertirse en una misión prioritaria, que al final desencadenaría un enfrentamiento personal y político con el ministro de Hacienda, Juan Negrín López.
Nunca nadie había escrito tan claro y rotundo sobre este reservado asunto: «El 90%, por lo menos –advertía Araquistáin–, de los republicanos españoles pueden atestiguar este hecho, tolerado, durante la guerra por la astuta argumentación que equivalía a un chantaje, de que si no se hacía en España la política propugnada por Rusia, cesaría su venta de material de guerra a la República, como en efecto ocurrió siempre que quería destituir a hombres de gobierno o funcionarios militares y civiles que le eran políticamente poco gratos... Por fortuna han llegado a mis manos dos documentos que demuestran paladinamente la intromisión soviéticas en los asuntos españoles y que acaso sean únicas en su género. Son dos cartas que firman Stalin, Molotov y Voroshilov, y que estos señores dirigen al entonces presidente del Consejo de Ministros de España, Largo Caballero».
El «Diario de la Marina», decano de la prensa cubana, reproducía a continuación en exclusiva una de esas desconocidas cartas. Fechada en Moscú el 4 de febrero de 1937 y dirigida «al camarada Largo Caballero, presidente del Consejo de Ministros de la República Española»:
«Estimado camarada: El camarada Pascua [Marcelino Pascua, embajador español en Moscú] nos ha entregado vuestra carta. Hemos sostenido con él una conversación prolongada sobre las cuestiones que nos parecían enteramente claras. No escribimos nada sobre el carácter y los resultados de esta conversación porque el camarada Pascua se ha ofrecido a iros a ver a Valencia e informaros personalmente.
Os deseamos a vos y al pueblo español la victoria completa sobre los enemigos externos e internos de la República española. Consideramos nuestro deber continuar en el porvenir ayudándoos en la medida de lo posible. Con un amistoso apretón de manos. Firmado: N. Molotov, K. Voroshilov, J. Stalin». ¿Comprende ahora el lector por qué la vida de José Antonio dependió en última instancia de dos hombres tan parecidos a Mefistófeles?
El asesinato de Nin
El propio Stalin ordenaría también, en junio de 1937, el asesinato de Andreu Nin –en la imagen–, secretario general del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). El general Orlov y su banda se cebaron con Nin. Emplearon el denominado «método seco»: un acoso brutal ininterrumpido en jornadas de hasta cuarenta horas intentando que claudicase y se confesase espía de Franco, algo que no era. Su sola declaración habría servido a Stalin para salirse con la suya y desacreditar al POUM ante el mundo entero. Pero al ver que Nin no capitulaba, probaron con el peor de los tormentos, afanándose en despellejar el maltrecho cuerpo para seccionar mejor sus miembros. Años después, en su interrogatorio ante el FBI y de nuevo ante el Senado norteamericano, Orlov manifestó que «Stalin había ordenado el asesinato de Nin». Igual que hizo con el de José Antonio.