Lecciones de Cicerón para los políticos de hoy
Un volumen bilingüe recoge sus textos de naturaleza política
Cicerón era la conciencia incómoda de Roma. Un Maquiavelo sin maquiavelismo que empleó la retórica, o sea, la palabra, para desenmascarar a los demagogos. Al poder, al igual que a los déspotas, siempre le ha estorbado la rectitud de los hombres que se rigen con la personalidad que dan los principios. En esta época de corruptelas y de camarillas, donde la voluntad y la inteligencia son denostadas y, en cambio, se recompensan las maniobras arteras de los espíritus sin escrúpulos, hay que volver la mirada hacia los que dictaron las leyes del buen gobierno.
Que los discursos de Cicerón todavía sigan vigentes dice mucho del orador, pero bastante poco de nosotros, que da la impresión de que continuamos anclados en las servidumbres del dinero, en la ambición provinciana de querer subir por la escala jerárquica. «La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio» es una sentencia que viene de ese latín que cada vez entienden menos, pero que continúa adecuándose demasiado bien al presente. Philip Freeman ha recuperado la figura del filósofo romano para extraer un puñado de lecciones vigentes para los desorientados y tan poco queridos políticos de hoy. En la actual España, recuperar la voz de un cónsul del siglo I antes de Cristo sólo demuestra que la sociedad evoluciona, pero que los hombres siguen tropezando en los mismos vicios de ayer. «La democracia es un sistema representativo que está dominado por una clase política que lo ha monopolizado. Lo que nos enseña la antigüedad es, sobre todo, responsabilidad y comunicación entre el elegido y el elector. El que ha estado en el poder tiene que dar cuenta a quien le ha votado. Esta diferencia es abismal en el sistema moderno, donde existe mucha corrupción y la gente se desespera porque no sucede nada. Es una clase política que se escuda mutuamente detrás de resortes legales, como el aforamiento, para eludir la responsabilidad penal. En Roma, al terminar su servicio, quedaban en manos del electorado, que les pedía responsabilidades», explica Pedro Barceló, profesor de Historia Antigua en la Universidad de Potsdam y coautor, junto a David Hernández de la Fuente, de «Historia del pensamiento político griego: teoría y praxis. De Homero a Aristóteles».
La inmigración, la tiranía, la guerra, el adversario. Cicerón comienza su reflexión desde unas preguntas básicas: ¿cuáles son los pilares de un gobierno justo? ¿Qué régimen es el mejor? ¿Cómo debería conducirse en el cargo un dirigente? «Este conservador moderado creía en las bondades de colaborar con otros partidos por el bien de la nación y sus gentes. Más que las de un político, sus palabras eran las de un hombre de Estado, categoría cuyas filas también se ven hoy más mermadas que nunca», comenta Freeman en «Cómo gobernar un país. Una guía antigua para políticos modernos» (Crítica).
La falta de preparación de nuestra clase política es una de las críticas más comunes y repetidas. «Platón decía que cuando queremos un armario acudimos al carpintero, pero cuando queremos un político, elegimos a cualquiera. La educación de un hombre que va a ocupar un cargo público es esencial en la antigüedad. Deben dominar el escenario político, tener preparación militar y capacidad para afrontar los desafíos del futuro. En Roma, los magistrados cambian cada año, pero el Senado, que es la suma de la experiencia de todos los ex magistrados, no cambia nunca. Ahí donde se acumula el conocimiento. En Roma, se tenía que ser un buen orador y aportar experiencia administrativa. Si no se tenían méritos, jamás se entraba en el núcleo de la política», comenta Barceló.
El vicio más execrable
¿Pero qué enseña Cicerón? Freeman lo reduce en varios puntos. Primero: «Existen leyes divinas que garantizan las libertades fundamentales de todos los seres y constriñen la conducta de los gobiernos» (un punto que coincide casi con la «Declaración de Independencia» que escribieron los Padres Fundadores de Estados Unidos). Segundo: «Un gobierno justo debe fundarse en un sistema de supervisión y equilibrio. Hay que recelar del dirigente que elude las leyes constitucionales so pretexto de la necesidad de conveniencia o seguridad». Tercero: «No debemos tener miedo de tender lazos a nuestros oponentes: el orgullo y la terquedad son lujos que no podemos permitirnos». Cuarto: «Quienes gobiernen una nación deberían ser los más perspicaces del país». Quinto: «La codicia, los sobornos y el fraude devoran a un Estado desde el interior y lo hacen débil y vulnerable. La corrupción no es sólo un mal moral, sino una amenaza práctica que desalienta a la ciudadanía y en el peor de los casos la hace presa de la cólera y la incita a la rebelión».
Hasta aquí las palabras de Freeman. ¿Pero cuáles son las de Cicerón? Sobre el Estado, apunta: «Es deber de quienes gobiernan un Estado garantizar la abundancia de cuanto se requiere para vivir». Y respecto a la codicia, dice: «No hay vicio más execrable que la codicia, sobre todo entre los próceres y quienes gobiernan la nación, pues servirse de un cargo público para enriquecimiento personal resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable». Roma, al igual que Estados Unidos, creció concediendo su ciudadanía a pueblos y gentes de culturas distintas. Por eso, Cicerón afirma: «Defiendo un principio universal: que en todas las regiones de la tierra no existe nadie ni tan enemigo del pueblo romano por odio o desacuerdo, ni tan adherido a nosotros por fidelidad y benevolencia que no podamos acogerlo entre nosotros u obsequiarlo con la ciudadanía». El jurista romano observó en sus escritor los únicos motivos que deben conducir a la guerra: «El buen Estado no debe emprender hostilidad alguna si no es por salvaguardar su honor o defenderse. Una guerra injusta es la que se entabla sin motivo: sólo puede considerarse legítima la que se emprende por castigo o por rechazar al enemigo».
Un cínico final
La verdad garantiza grandes adversarios. Cicerón no fue una excepción. Su presencia terminó siendo tan incómoda como sus discursos. Octavio Augusto se encargó de que sus palabras no volvieran a escucharse en el Senado y ordenó que le cortaran la cabeza y las manos (la gestualidad es la oratoria del cuerpo) y exponerlos en los «rostra» del Foro. Freeman relata una incómoda anécdota sobre su muerte. «Entrado ya en la senectud, Octaviano, convertido ya en el emperador Augusto, vio un día a su propio nieto leyendo una de las obras de Cicerón. El muchacho, aterrado al verse sorprendido con un libro escrito por alguien a quien su abuelo había condenado a muerte, trató de ocultarlo bajo la capa; pero Augusto asió el libro y, después de leer un fragmento extenso ante la mirada despavorida de su vástago, se lo devolvió diciendo: "un hombre sabio, hijo mío: un hombre sabio y amante de su patria"». Sólo hay que esperar que el cinismo de Augusto no sea el espejo donde se miran hoy los políticos.