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D’Annunzio, el «duce» lascivo y narcisista

D’Annunzio, el «duce» lascivo y narcisista
D’Annunzio, el «duce» lascivo y narcisistalarazon

En vida fue tan famoso como una actual estrella de rock y en Italia sigue siendo una figura de enorme relevancia literaria, cultural e histórica. D’Annunzio, el primer divo de las letras contemporáneas, fue muchos hombres a un tiempo: posiblemente, el mejor escritor italiano de su época, un esteta, un encantador de serpientes, un cocainómano, un priápico consumado, un héroe de guerra, un político fanático, un orador fascinante y el responsable del aprendizaje de Mussolini en su conversión hasta «Il Duce»... Porque, efectivamente, el fascismo fue en buena parte dannunziano y, por ello, la historia y la literatatura no han dejado de pasarle factura. Todas estas facetas de la delirante vida del hombre cristianado como Gaetano Rapagnetta –adoptó el pseudónimo literario de Gabriele D’Annunzio– son revisadas y documentadas de forma exhaustiva en esta biografía publicada en inglés como «The pike», título tomado de un apodo conferido al autor por Romain Rolland –«es una pica que se cierne a la espera de las ideas sobre las que saltar»–. El escritor de Pescara fue un solipsista. Como poeta se celebra a sí mismo como el bardo de Italia sólo comparable a Dante, Petrarca y Leopardi y como demagogo nacionalista, instó a una generación a la guerra para satisfacer sus fantasías nietzscheanas. Su prodigalidad sólo es igual a su promiscuidad.

De la mano de Hughes-Hallett conocemos cómo su fama literaria estaba ya labrada cuando se convirtió en héroe nacional. A raíz del estallido de la I Guerra Mundial, tanto en su obra como en su pensamiento, el mito del superhombre fue cediendo paso a la idea de que Italia era una nación superior, destinada por su pasado esplendoroso a convertirse en el eje central de un poderoso imperio. El escritor que abrazara la enseña del esteticismo decadente –frente al naturalismo imperante en Europa–, cuando regresó de Francia a su país natal, sintió la llamada de un nacionalismo épico, hasta el punto de defender con ardor la necesidad de que Italia entrara de lleno en el conflicto bélico. Él mismo participó de forma activa como aviador, bien fuera sobrevolando Viena y lanzando octavillas destinadas a minar la moral de los austriacos o como combatiente, hasta el punto de perder un ojo. Entusiasmado con el papel de héroe de guerra, que le permitía adaptar su antiguo elitismo estético a la dimensión mesiánica del ídolo, D’Annunzio decidió convertirse en protagonista del nacimiento de esa «supernación» italiana, cada vez más cercano a la ideología del fascismo. Así las cosas, en 1919, aprovechando la disputa entre Italia y Yugoslavia por la posesión de la ciudad de Fiume (la actual población croata de Rijeka), desafió los acuerdos establecidos en el Tratado de Versalles y, al mando de trescientos seguidores armados, tomó el puerto de dicha localidad.

Durante dieciséis meses, desafiando tanto a la Sociedad de Naciones como al legítimo Gobierno italiano –puesto en entredicho en todo el mundo por esta iniciativa de un iluminado–, el autor de Pescara gobernó de forma dictatorial y disparatada la ciudad que había convertido en su feudo. Esta iniciativa dio alas a los fascistas, que comprobaron cómo la audacia de un personaje atrabiliario podría llevarles al éxito. No en vano, el enloquecido alarde de prepotencia del escritor ha sido interpretado históricamente como una de las fuentes de inspiración de Mussolini para emprender, en 1922, su espectacular «marcha sobre Roma», secundado por una horda de millares de fascistas. «El único revolucionario de Italia» –como le definió Lenin–, desarrolló toda una parafernalia nacionalista de gritos de guerra, discursos exaltados y uniformes –la famosa camisa negra– que los fascistas no tardarían en hacer suyos. Llegó incluso a promulgar una Constitución de tintes «anarcoides» donde se hablaba de música –Wagner era su gran pasión– como pilar de un Estado aconfesional que eliminaba los símbolos religiosos de las escuelas, reconocía el derecho al divorcio y el voto a las mujeres, que no sucedería en Italia hasta 1946.

La satiriasis y el placer de mandar

Sofocada la aventura de Fiume por el Ejército italiano, D’Annunzio se refugió en Gardone, donde un año más tarde, y ascendido Mussolini al poder, se ocuparía de que el escritor pagano, grafómano, cocainómano y erotómano viviera colmado de oro, pero lejos. Lejos de Roma. Tal vez aquello fuera el detonante que le llevara a decir, provocativamente, al de Pescara: «Soy la puta de Italia, a quien odian por amor».

Hughes-Hallett, en su papel de biógrafa, decide no juzgar al personaje bajo la máxima de que «la desaprobación no es una respuesta interesante». Los acontecimientos que jalonan la vida del hombre que vivió a partir de un mito fabricado por él mismo hablan por sí solos. Y su faceta lúbrica no es menos interesante que sus andanzas políticas o literarias. Achaparrado, calvo, con dientes amarillentos, piel cerúlea y ciego de un ojo, se convirtió en un ser irresistible tanto para hombres como para mujeres. Aunque su temprana celebridad literaria contribuyó a ello, el testimonio repetido de sus múltiples amantes era que bajo su «aspecto de gnomo» –textual– y casi repulsivo, cuando comenzaba a hablar con «su aterciopelada voz», nadie podía sustraerse al deseo. Diosas teatrales se someterían a sus caprichos, madres de familia abandonaban a sus hijos e incluso muchachitas menores de edad arruinaron su futuro por pasar por su tálamo. La condición sexual de sus conquistas era de amplio espectro de tal suerte que una de las más famosas lesbianas de la época, Romaine Brooks, se convirtió en su amante e incluso el poeta francés Robert de Montesquiou se ofreció a ser su vasallo. El rosario de nombres es interminable: Eleononora Duse –cuyos secretos íntimos reveló en la novela «Il fuoco»–, la pintora polaca Tamara de Lempicka, la pianista Luisa Baccara y su hermana, la violinista Jolanda... Entre las docenas de anécdotas que jalonan su vida lasciva, destaca una pelea contra ambas hermanas que concluyó con la precipitación de la violinista por una ventana. La lista es interminable: bien fueran relaciones sucesivas, solapadas u orgiásticas. Aunque a tenor de algunos historiadores, podría ser bisexual, Hughes-Hallett lo pone en tela de juicio, matizando que sí poseía una profunda vena sádica, una cruel morbosidad que le hacía disfrutar haciendo sufrir a una mujer hermosa. El autor de «El placer» no parece haber tenido amigos, sólo amantes, acólitos, servidores sexuales... y enemigos. Así era el hombre mesiánico y decadente, el satírico, el político extremista, pero, por encima de todo, el fabuloso hombre de letras y referente de la literatura europea.