Echar de más
La actitud ante el padre muerto admite, o admitía, tres variantes literarias: la elegía sentida, el ajuste de cuentas y la ironía indulgente. Pienso, respectivamente, en el homenaje de Gonzalo Rojas, invocando al suyo, un minero muerto joven: «¡Pasa, no estés ahí mojándote, debajo de la lluvia!», en la «Carta al padre», de Kafka, aun en vida de aquél, o en la pirueta humorística de Ullán: «Un padre –y el otro mengua– asusta un huevo». Jesús Aguado (Sevilla, 1961) compone una senda distinta, necesaria y casi inédita, desde una lucidez sobrecogedora, a la par brutal y delicada, cuyo primer acierto es la adopción del título de Kafka para huir de cualquier remedo. Se trata, ciertamente, de un feroz alegato («Estás muerto, padre, márchate de nuestras cabezas / y déjanos en paz»). Pero lo atractivo y distinto es la inclusión de la propia mirada conmiserativa en el relato, mostrándonos a la víctima tras el verdugo («todopoderoso y tonante»), y cómo, a la postre, perdía el tándem hijo / padre.
A través de un lirismo mágico, que toca hondas fibras simbólicas con el bisturí de un realismo transparente, Aguado nos habla desde la afectividad del niño y el adolescente que fue con su padre, si hubiese dispuesto del bagaje intelectual de la madurez actual. Más que malévolo, el padre peca por torpeza y omisión («Se pasa el tiempo inexistiendo»; «alma desatenta») y por oclusión («Me culpabas de tu sueño»). Al padre, aquí, no se le mata, sino que él mismo va muriendo. Únicamente, se le echa de más. La genialidad y elegancia de este alegato-autopsia de la figura paterna, escrito desde la entraña, es que, pese al escarnio simbólico, se le desea lo mejor a su persona. Bastaba con que («apártate, padre») hubiese sido progenitor por cuenta propia.