Crítica de libros

Echenoz está delirando

Echenoz está delirando
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El general Bourgeaud quiere una mujer, y no precisamente para lo que un lector poco delicado podría suponer. Su asistente Objat se pone manos a la obra. Así, asistimos al secuestro de Constance, la esposa de una vieja gloria del pop llamado Lou Tausk, por agentes de Inteligencia del gobierno para llevar a cabo una operación de espionaje en Corea del Norte, con síndrome de Estocolmo (¿O era Lima?) incluido. Ya está. Acabamos de subirnos a bordo de uno de los fantásticos delirios echenozianos con un ritmo y virtuosismo verbal que son marca privativa de la casa. Delincuentes, demandas de rescate, la yema de un dedo cortado, historias de amor que terminan mal, cadáveres, Pierre Michon entrevistado en TV5 Monde, relaciones internacionales tensas, el intento de seducción por parte de la secuestrada a uno de los asesores de Kim Jong-un para desestabilizar el régimen de Pyongyang. Poco importa si es un thriller con salpicaduras de pulp y noir, una astracanada o una ópera bufa, porque el verdadero placer consiste en seguir a un narrador inteligente –omnisciente, omnipotente y omnipresente– que, como la antítesis de Flaubert, nos guía por este embrollo a través de un «plural» de modestia opinando y ofreciendo su juicio para hacer cómplice al lector a «la cervantina manera», que también fue al «dickensiano modo».

Al estilo de Hitchcok

Detrás de la apariencia de ligereza e incluso de la digresión casual, cada elemento, cada variación vertiginosa, conforman un gran minué lisérgico donde fluyen, a partes iguales, la sátira y la elegancia. Porque la trama al estilo Hitchcock, en la que emplea el principio de su archiconocido «McGuffin», es infinitamente menos importante que la participación de «los guiñoles» de esta historia.

Mientras los protagonistas bailan en un espacio-tiempo desconocido para ellos, Echenoz toca su malheriana sinfonía deconstruida, tan perfecta como engrasada, con una ironía envolvente. Y ellos danzan como malditos a su puñetero son, pues la pieza, con su fluir absurdamente natural al servicio de una clave de sol artera y sutil, es sencillamente perfecta. Recuerda al rodaje de una película en la que el lector está invitado como testigo. Con el «nosotros» que utiliza de forma reiterada nos pide parar cada «secuencia» para informarnos del aspecto de uno, del pasado del otro, o de la situación de un tercero. Comentarios técnicos y mordaces con los que Echenoz pulsa las teclas de la ficción en un compadreo que podríamos denominar «intrusión autoral» o «autor implícito representado» que ya se empleara en «El Quijote» o Nabokov en su «Lolita» –«Pero seamos decorosos y civilizados, Humbert Humbert hacía todo lo posible por ser correcto»–. En este último caso se trata, además, de un narrador homodiegético, porque es el personaje quien narra la historia en primera persona, aunque sea capaz de alzar ese distanciamiento que el autor de la obra comparte.

Enhorabuena para quien tenga la suerte de no conocer a Echenoz, porque este libro es fiel a la mejor de las prosas que se conocen. Felices, los felices que no sabían hasta hoy que es posible mezclar la alta literatura con la parodia, el burlesque y el espionaje. Este autor pertenece a una añada afanada en la señalización de hábitos y costumbres del individuo contemporáneo, con alguna reminiscencia del gesto romántico de Perec. Enhorabuena para quien tenga la dicha de leerle por primera vez, porque este libro es, simple y llanamente, pura dinamita metafísica.