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El hambre no es una maldición

larazon

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El presidente John F. Kennedy señaló en su día que el mundo civilizado tenía los medios y facultades para acabar con el hambre en el planeta, sólo se requería la voluntad política para lograrlo. Con las posibles mejoras que la inercia del tiempo haya podido conllevar, la presente situación sigue siendo dramática, intolerable para toda conciencia mínimamente solidaria. Sin embargo, convivimos en habitual familiaridad con esta tragedia que periódicamente salta a la primera página de la actualidad. El narrador y periodista Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957), quien hace poco nos sorprendiera con «El interior», documentada crónica de su natal Argentina profunda, publica ahora un sobrecogedor ensayo, «El Hambre», así con mayúscula, porque éste es el estudio y la casuística de un concepto categórico, ilustrado aquí con la malvivencia de una famélica condición humana. Partiendo de la imagen tópica, aunque real, del esquelético niño de abdomen prominente en una ya remota Biafra, este libro desmenuza las causas, circunstancias y consecuencias de seculares hambrunas, perennes desigualdades económicas y lacerantes desajustes demográficos. Defiende, también, aunque sin dogmatismo alguno, la eterna pospuesta solución: una colectiva, eficaz y ejecutiva toma de conciencia social.
«El hambre es un proceso, una lucha del cuerpo contra el cuerpo», (pág. 22) leemos, es decir, el ser humano consumiéndose a sí mismo, deglutiendo la inanidad de una carencia sin fin, de un insaciado apetito de dimensión antropológica. Se señala como un error criminal asumir el hambre como una maldición endémica, irresoluble, porque esto la hace perdurable y parte integrante de un paisaje natural. Desfilan por estas páginas terribles situaciones colaterales, satélites inherentes a esta, también, miseria moral: matrimonios tercermundistas de adultos con niñas para aliviar la pobreza familiar, características enfermedades como la anemia o la falta de yodo en el organismo, el atávico canibalismo, la venta-tráfico de órganos dirigidos a su trasplante, o la esclavitud dependiente de una escasa alimentación. Este libro, todo un aldabonazo en la conciencia crítica del lector, no es un frío estudio académico ni el resultado de una mera especulación ensayística; está basado en la experiencia de quien, a lo largo de muchos años de viajes, contactos y entrevistas ha recorrido desde los hospitales de moribundos de la madre Teresa de Calcuta a los basurales de Buenos Aires, pasando por las guerras tribales del Sudán, la explotación industrial de Bangladesh, la ancestral indigencia hindú o los comedores sociales de tantas ciudades occidentales.
El lujo de alimentarse
Se critican los eufemísticos modismos con los que se disfraza la realidad: «Inseguridad alimentaria» o «malnutrición estructural» apenas disimulan la terrible evidencia del hambre. Y las escalofriantes estadísticas –mil muertos a la hora por esta causa– sólo dan una distante noción aritmética de un horror cotidiano. «El futuro es el lujo de los que se alimentan» (pág. 75), precisamente porque el hambre arrebata los deseos humanos, despoja de todo horizonte y expectativa. Encontramos aquí, muy bien documentados, los múltiples factores que confluyen en este fenómeno: desde las cíclicas sequías al cambio climático, pasando por los corruptos gobiernos de países tercermundistas, una agricultura mal gestionada o la total ausencia de una lógica planificación familiar, que implica una demografía desequilibrada e irracional. Y se ensalza, con toda justicia, la entregada labor de organizaciones como Médicos sin Fronteras o la callada dedicación de técnicos agropecuarios o nutricionistas concienciados con los que se ha entrevistado el autor, dando así una imagen viva y testimonial de esta lucha contra el hambre en el mundo.
No estamos ante un adusto ensayo teorizante; por el contrario, adquiere un acentuado protagonismo la narratividad periodística con la que se muestran las vidas y peripecias de quienes se han adaptado a la subsistencia cotidiana. Se da así un respetuoso proceso de novelización sobre hechos reales, no en vano se cita y comenta la clásica novela picaresca española, un conjunto narrativo protagonizado por «la hambre viva», que decía Quevedo, un fenómeno literario que nacía y se desarrollaba en el seno del entonces Imperio más poderoso del mundo. Se ahonda en el sentido antropológico de la comida –o su ausencia–, entendiendo ésta como un instrumento de poder político, y su consideración gastronómica como un elemento de clara ostentación social y sin olvidar, como en el caso de Argentina y la carne vacuna, su emblemático valor nacional. Y es que éste no es sólo un libro sobre el hambre, sino también sobre los alimentos y su función cultural y hasta religiosa, adquiriendo fundamental importancia el concepto de comida-tabú, lo prohibido o permitido según cada mentalidad o colectivo. No esconde el autor un sentimiento de rabia hacia la asumida predestinación indigente de millones de seres humanos, abocados a la marginalidad de crónicas ayudas gubernamentales que no suplen la necesaria justicia social.
Otras propuestas vienen a integrar el variado argumentario de esta extensa y completa obra: la contrapuesta patología de la obesidad, como ejemplo de otro tipo de malnutrición en las sociedades industrializadas; el sentido de la variedad alimentaria, todo un lujo relativamente reciente cuando durante siglos atrás se ha consumido una dieta única y repetida, se ha comido siempre lo mismo; el nefasto papel de empresas multinacionales entregadas a una depredadora bioingeniería; o la especulación financiera con ciertos alimentos básicos. Pero, más allá de datos e ideas, destaca en este impresionante libro el logrado dramatismo del mejor estilo periodístico, literario, de Martín Caparrós: «A primera vista uno diría –yo diría– que ser pobre es tener menos opciones: no poder elegir. Y en cambio ser pobre es elegir todo el tiempo: si comer o beber, si una ropa o un techo, si malvivir o malvivir.» (pág. 232). Algunos leves toques de humor, que relajan brevemente la crueldad del relato, la extraordinaria agilidad del buen reportero y un riguroso tono narrativo vienen a completar este inmejorable ensayo.