Europa

Crítica de libros

El mar de todas las batallas

El mar de todas las batallas
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Hace unos meses, aprendimos, gracias al extraordinario volumen de Steven Pinker «Los ángeles que llevamos dentro», cuánta paz disfrutamos ahora en comparación con cualquier etapa del pasado, reciente o lejano. El científico canadiense se preguntaba por qué nosotros, hoy y en líneas generales, no nos recreamos «en atroces tormentos aplicados a otros seres vivos» y cómo, en los cuatro confines del planeta desde la era prehistórica, se sucedían las más impresionantes depravaciones humanas mediante matanzas masivas, torturas espeluznantes y asesinatos y violaciones sin piedad a mujeres y niños. Pues bien, una de las épocas que sin duda destacaría por su extrema crueldad en este mosaico sanguinario es la que ha estudiado Roger Crowley, en concreto los años 1521-1580, recreada sobre las olas del Mediterráneo en «Imperios del mar» (traducción de Joan Eloi Roca).

«El mar no es como la tierra firme. Sobre él no se pueden trazar fronteras ni alberga lugares en los que los nómadas puedan plantar sus tiendas. Es inhabitable y no tiene memoria», advierte Crowley al comienzo, antes de emprender un recorrido histórico completísimo que explica los movimientos de aquellos que quisieron hacer suyo ese lugar sin fronteras y amnésico para ocupar la tierra que bañaba y lograr todo lo contrario: ser amos del considerado, por parte de los romanos, centro del mundo, habitarlo, darle el recuerdo de su poderío. Fundamentalmente, Carlos V de España, «campeón secular de la Europa católica contra los musulmanes y los herejes», y el sultán Solimán, biznieto de Mehmet, aquel emperador del reino otomano que se creía heredero de César.

La guerra santa de los piratas

Crowley aborda las difíciles relaciones de España con el islam, en torno sobre todo al año 1502, cuando los musulmanes que llevaban ochocientos años viviendo en la península fueron colocados en un dilema: o salir de Castilla o convertirse al cristianismo. Lo cual, y esa es la intención del libro –siempre relacionar cada acontecimiento histórico con las aguas del Mediterráneo–, tuvo «un efecto galvanizante al otro lado del mar», en el Magreb, pues «los asaltos y robos en el mar siempre habían sido endémicos en ambos lados en esta frontera marítima». Así, muchos de los expulsados se harían piratas vengativos y la España cristiana empezaría sintiéndose asediada por corsarios que en realidad se habían entregado a una suerte de guerra santa. Y es ahí donde aparece lo que a mi juicio es la figura más destacada del libro, aparte de los dos líderes antes citados en perpetua lucha: Jeireddín Barbarroja, que a las órdenes de Solimán «cambió por completo la naturaleza del combate en el Mediterráneo occidental» y cuyas legendarias hazañas bélicas lo llevarían pronto a ser protagonista de cuentos y canciones.

Desde Gibraltar hasta el Líbano, desde Menorca hasta Rodas, Crowley desgrana los problemas del rey Carlos por mantener su imperio frente al acoso otomano; de hecho, «hacia 1530 la guerra entre el sultán y el emperador se extendía a lo largo de una diagonal que recorría toda Europa, y la cristiandad parecía estar perdiendo en todos los frentes». Y no era para menos viendo la contundencia de Barbarroja, que en ese toma y daca lleno de victorias y alguna derrota parcial que generaba aún mayor sed de venganza –como la de Túnez, que devolvió a Carlos la reputación perdida– recrudecía su «modus operandi», «quemando pueblos, destruyendo barcos y esclavizando a aldeas enteras». El terror que despertaba el guerrero se sufrió en todas las costas; huido de Túnez, nada le detenía, y sólo en Mahón se hizo con mil ochocientos prisioneros. El almirante llegaría a atrapar tantos esclavos que en los barcos en los que los trasladaba tenía que echarlos al mar si había sobrepeso, e incluso en los mercados de Argel se saturarían de tantos cristianos que vender.

Toda esta violencia, ascendente, increíblemente sádica –«Barbarroja empleaba la brutalidad ejemplar de Gengis Kan»–, con decapitaciones y abriendo en canal a ancianos aún vivos–, ocupa todo el libro junto con las tácticas guerreras de uno y otro bando. Carlos irá perdiendo su hegemonía marítima, y las costosas inversiones en la guerra le pasarán una excesiva factura en su propio país, cada vez más vulnerable. Ya no importa que el temido almirante muera a los ochenta años, en 1546; la batalla por el Mediterráneo continuará por medio del «instrumento fundamental de todo este caos y violencia»: la galera de remos; embarcaciones perfectas para pelear en el mar, puestas en marcha por desgraciados esclavos cuya única función era remar y remar hasta la muerte.