En compañía de Miguel Ángel
Hasta hace pocos días ha podido disfrutarse en la Biblioteca Nacional la exposición «Francisco de Holanda (1517-1584) en su quinto centenario: Viaje iniciático por la vanguardia del Renacimiento». La excelente muestra ha significado para muchos el descubrimiento de un personaje poco conocido a pesar de ser una figura singular, innovadora y vanguardista, autor de una importante obra plástica y literaria, su libro «De aetatibus mundi imagines» es uno de los más importantes de la BNE, un cuaderno de dibujo literario y pictórico que ha sido seleccionado como una de las quince obras artísticas más importantes de España por el proyecto Europeana.
En 1538, Francisco de Holanda era un joven miniaturista portugués que formó parte de una embajada a Roma enviada por el rey de Portugal. Tenía veinte años y su encargo era «dibujar las cosas notables que allí viera –como afirma Isabel Soler en el magnífico prólogo–, y si de Portugal había salido un ya buen iluminador de libros, de Italia volvió un pintor, un arquitecto, un ingeniero, un urbanista, un cartógrafo, un tratadista del arte; un humanista en todas sus dimensiones». Durante los tres años que pasó en Roma, Francisco cumplió sus encargos, incluido el del rey de Portugal de recabar información sobre ingeniería y arquitectura militares o el de la reina de copiar para ella la imagen de Cristo no pintada por mano humana que se encontraba en la capilla privada de los papas. Pero, además de sus obligaciones, es evidente que su mirada estaba orientada hacia la fascinación del mundo antiguo: «Fui el primero que en este reino loé y pregoné que la Antigüedad era perfecta». El joven dibujó mucho pero también tuvo tiempo para frecuentar a los más reconocidos artistas italianos en un momento en que en Roma vivían representantes de todas las artes y la espectacularidad de la urbe se remataba cuando por sus calles desfilaba el elefante blanco Hanno que el rey portugués Don Manuel I había enviado como regalo al papa León X.
Las nobles artes
En las reuniones romanas y durante los paseos por el Quirinal o las riberas del Tíber se hablaba de las artes y se alababa con pasión la Antigüedad. Pero el gran protagonista de estos «Diálogos de Roma» y por lo que se han convertido en una obra de referencia histórica y artística universal es porque uno de los dos interlocutores de Francisco de Holanda es Miguel Ángel que junto a la fascinante y erudita marquesa Maria Colonna dialogaban con el joven defendiendo un neoplatonismo que se encarnaba en la figura de Buonarotti hasta el punto de que el portugués no tiene reparos de poner a veces en boca de «el divino» sus ideas sobre el arte, en concreto sobre la pintura, que a lo largo de estas conversaciones se ensalza como la más noble de las artes, «un traslado de las perfecciones de Dios», «una música y una melodía cuya gran dificultad solamente el intelecto puede sentir», afirma con una exaltada visión petrarquista de la belleza.