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Intelectuales manejados por la CIA

Francesc Stonor Saunders analiza gracias a una exahustiva documentación cómo la agencia de EE UU utilizó al mundo intelectual para sus intereses y atacar así todo lo que pudiera tener cualquier atisbo nazi o comunista
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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

  • Toni Montesinos

    Toni Montesinos

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Empezaremos por el capítulo final de este concentrado volumen y la sabia simpleza de unas palabras de Ramón de Campoamor que sirven de epígrafe a su autora, Frances Stonor Saunders: «En este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira». Ese cristal fue, para muchos norteamericanos, el de creerse que ellos debían regir el mundo, no sólo política y económicamente sino también desde el punto de vista cultural, usando el mundo intelectual para sus propios intereses, desde luego. Dicha visión, la de «que el destino de Estados Unidos era asumir la responsabilidad de liderazgo durante el siglo, en lugar de una gastada y desacreditada Europa», fue el origen del mito de la guerra fría, arguye esta joven investigadora poco antes del epílogo. Y ahora vayamos al principio.

Acciones clandestinas

Saunders publicó «La CIA y la guerra fría cultural» en 1999; ahora, para esta edición española (traducción de Rafael Fontes) añade unas palabras previas que vienen a advertir al descreído que puede ver como algo llamativo pero vacuo aquel viejo enfrentamiento ideológico que marcó la segunda mitad de siglo XX, que tal cosa fue muy real y «no una prolongada discusión sobre cosas insustanciales». Su misión, más que desenmascarar las acciones clandestinas, fraudulentas y maliciosas de la Agencia Central de Inteligencia, radicó en situar la intervención de intelectuales –muy en particular, los neoyorquinos– en los eventos que se generaron desde la poderosa organización, por un lado, y por el otro seguir los pasos de sus dirigentes más comprometidos con la causa: un «peculiar triunvirato» formado por «Lasky, militante político, Josselson, antiguo ejecutivo de compras de unos grandes almacenes, y Nabokov, compositor». Obsesivamente, estos tres hombres porfiaron para que la intelectualidad occidental se sumase al proyecto de atacar subliminalmente todo lo que oliera a nazi o a soviético en un tiempo que acababa de dejar atrás la Segunda Guerra Mundial y Stalin todavía vivía. El arma de destrucción para ello no podía ser más masiva: la cultura universal que empapa la literatura, el arte y la música. Y las balas, los propios escritores, pintores y músicos. Se convocaron a muchos de Éstos para celebrar congresos, conferencias y exposiciones, así como para participar en diversas publicaciones –la primera de ellas «Preuves» (pruebas o evidencia) amparada por el Congreso por la Libertad Cultural, cuya primera reunión, en Berlín, ya fue pagada por la CIA–. Esta, en efecto, iba a financiar con millones de dólares muchas iniciativas para mostrar al mundo a los artistas proscritos por el comunismo en connivencia con «fundaciones filantrópicas, empresas y otras instituciones e individuos» que hacían de tapadera para la Agencia, y también de «vía de financiación de sus programas secretos en Europa occidental».
El propósito de la CIA, a partir de 1947, fue sin duda ambicioso, como se desprende de lo dicho por Saunders: «Vacunar al mundo contra el contagio del comunismo y facilitar la consecución de los intereses de la política exterior estadounidense en el extranjero»; especialmente en Alemania, en primer lugar, gracias a programas editoriales que ayudaron a numerosos narradores y dramaturgos americanos a adquirir fama y renombre en aquella tierra que se pretendía desnazificar. Asimismo, intelectuales como Arthur Koestler o André Gide, que habían criticado el comunismo desde sus libros, fueron presa de los agasajos del Congreso, el cual iba a disfrutar de un listado de colaboradores tan amplio como prestigioso. Por ejemplo, para un encuentro artístico, el Festival de las Obras Maestras del Siglo XX, en 1952 –siempre con marcado carácter propagandístico–, pudo contarse con los músicos y orquestas sinfónicas más importantes de la época.
La cuestión, en esta batalla psicológica entre buenos y malos, era exponer a los más insignes artistas como integrantes del mundo libre que representaban los Estados Unidos de América, subrayando la presencia de aquellos que habían sido prohibidos, odiados o perseguidos por los gobiernos totalitaristas. Compositores como Igor Stravinsky o Aaron Copland, poetas como W. H. Auden, actores como Laurence Olivier o pacifistas como André Malraux y el diplomático español Salvador de Madariaga participaron en todo ello eran o no conscientes de que estaban siendo utilizados como publicidad política. Es digno de resaltar, a este respecto, cómo el poeta británico Stephen Spender, codirector de la revista del Congreso por la Libertad Cultural, se defendió entre lágrimas jurando que desconocía que la publicación recibía dinero de la CIA. Y sin embargo, al parecer se trataba de una verdad a gritos, lo cual proyectó en muchos intelectuales relevantes cierta sombra de ingenuidad.

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