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La casa vacía de Juan Ramón Jiménez

La vivienda donde vivió y murió el poeta está en alquiler
larazon

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No cuesta mucho imaginarse a Juan Ramón Jiménez andando por Floral Parck, intentando no tropezarse con las amenazadoras raíces de los árboles que brotan de las aceras, tubérculos centenarios, supervivientes de todos los huracanes. Me cuentan que la isla de Puerto Rico está tejida en su interior por una maya de raíces, como dedos entrelazados que impiden que los huracanes se lleven por delante los árboles (la fantasía caribeña invita a imaginar que antes saldría volando toda la isla). En esa urbanización de casas bajas, solitarias, como si estuviesen deshabitada, en el distrito de Hato del Rey, no muy lejos de la Universidad vivió, el poeta hasta que murió en 1958. Al taxista le costó encontrar la calle Padre Berríos, incluso veía extravagante llevar hasta allí, en concreto al número 461, a un par de periodistas que andaban buscando la última morada de un premio Nóbel de Literatura, español para más señas.
Efectivamente, no era muy sostenible llegar montados en un gigantesco Chevrolet TrailBlazer, de ocho cilindros -que se convierten en cuatro- y cristales tintados, pero, teniendo en cuenta que un litro de gasolina cuesta 50 centavos, todo fue más soportable. JRJ y Zenobia deberían tener algún tipo de vehículo para trasladarse a San Juan, a unos cuantos kilómetros, porque si ahora no había por las calles ni un alma y la única vida que se oye frente a su casa es un loro de voz afeminada que, si la crónica la escribiese alguna estrella del periodismo, diría que el animal hablaba en alejandrino.
La casa mide dieciséis pasos, se abre con un verja verdosa a la altura del cuello y de doble hoja, que nos introduce, primero a un patio embaldosado y más bien estrecho y, después, tras unos cuantos escalones, a una galería porcheada que rodea toda la vivienda. Un espacio idóneo para pasar las horas muertas. Hay ventanales por los que ya se adivina el interior de penumbra y ecos y una puerta que tuvo que tuvo que ser de cuarterones, como algunos otros detalles de ebanistería con oficio y muy castellana para tanta frondosidad y melancolía. Es la huella española, fantasmal. Fluye el aire para evitar la condensación, aunque hay plantas que viven de la humedad ambiental.
Dos casas al lado, un mujer, de nombre Carmen, en la setentena, con gafas bifocales y las cejas pintadas con lápiz, dice desde la cancela de su casa prudentemte cerrada, que todos los vecinos que pudieron conocer a JRJ ya han muerto. En el buzón hay una carta. Meto la mano en la boca y es un sobre de correo comercial. Ahora no vive nadie y hay un cartel oferta su alquiler. En ese justo momento aparece otra mujer con una carpeta bajo el brazo, encargada de buscar inquilinos fiables.
Se llama Janel Loyer, es reticente a enseñar la casa, pero al final acepta cuando comprende que en ella vivió alguien importante, quien sabe si un reclamo: “Se alquila casa de poeta con fantasmas”. Es un salón amplio, compartimentado en varias estancias sin puerta; puede verse la parte trasera con una luz brumosa que llega del Este (son las diez de la mañana y sol se alza muy lentamente). La casa está bien ventilada, con dos alcobas y un despacho. Hay muebles de cuando JRJ vivía, o eso dice Loyer, algo mediatizada a medida que mis preguntas van describiendo el mundo especial -e insufrible- de un poeta algo histérico y una esposa, verdadero lazarillo de un hombre inútil para la vida práctica. A la muerte del poeta, la vivienda la compró una profesor; su propietaria actual se llama María y “está en cama”, dice Loyer.
El catedrático y poeta Jorge Urrutia, que conoce bien la isla y los detalles de la vida de JRJ, dice que fue aquí cuando se “se cura” de males y depresiones: “Por primera vez tiene que trabajar”. Se gana la vida dando conferencias, una actividad muy bien pagada, que incluía bolos por otros países de América y poder disponer de secretario, aunque el suyo no cobraba (se conformaba con estar al lado del maestro).
La casa era originalmente de una sola planta, a la que se suma una más en el tejado (en el jardín también se ha construido un apartamentito, con entrada separada, y en la que vivía un médico). JRJ se levantaba a las cuatro de la mañana y se sentaba en un mecedora en el pasillo por donde debía salir el doctor, con lo que conseguía que, además de los saludos preceptivos, el poeta pudiera consultarle diariamente cuestiones de salud.
Me cuenta Urrutia que fue el rector de la Universidad Río Piedras,Jaime Benítez, quien le ayudó y protegió hasta el final. Fue también él quien viajó hasta Estocolmo para recoger el Nóbel, que se le concedió un día después de la muerte de Zenobia. En la Universidad, que llegó a ser la más prestigiosa de Hispanoamérica, JRJ fue “poeta residente” y tuvo la tarea de leer en la “sala de ciegos”, algo que hizo asiduamente. De leer para los alumnos innvidentes, le propuso a Benítez un curso de doctorado, que duró dos años, sobre el Mondernismo. Gracias a los apuntes de unas alumnas y las grabaciones de voz, Ricardo Gullón publicó “Modernismo, apuntes de una clase”, que Urrutia editaría más tarde para Visor.
Pero como suele pasar, el verdadero mal de JRJ era él mismo y sus depresiones. Todo empezó con la muerte de su padre cuando lo ingresan en la clínica del doctor Lalanne en Le Bouscat, cerca de Burdeos, donde su familia hacía negocios a raíz de que la filoxera acabase con las cepas francesas y la uva más parecida fuese la de Huelva, que la familia Jinénez (o Giménez) cultivaba.
Obsesinado con el silencio,la casa de Floral Parck era casi un convento, y lo sigue siendo. En una de sus casas de Madrid, junto al Sanatorio del Rosario (el lugar no fue elegido por casualidad), cubrió JRJ las paredes de corcho para aislarse. En esa clínica llegó a tener una habitación para que le atendiese el doctor Simarro, un krausista que estudió con Freud y precursor del psicoanálisis en España (Urrutia duda que llegara a tumbar a JRJ en el diván).
Habría que ver a Juan Ramón Jiménez por las calles cuadriculadas y arborescentes de Floral Parck huyendo de la casa de su amigo de Federico de Onís, que vivía en mismo barrio, pero que se suicidó pegándose en tiro. Desde entonces, el poeta evitaba pasar por la puerta de su casa. Tenía vida social, leyó mucho, enamoraba a las mujeres (lloraban ellas en sus conferencias), pero se queja de que Puerto Rico es demasiado pequeño para poder tener sus aventuras amorosas. Pero ahí seguía Zenobia para leerle el periódico (no sabía inglés) y ayudarle a elegir el traje y el color de la corbata. Cuando ella enferma de cáncer, es ingresada a Estados Unidos y él vuelve la depresión. Sólo, en casa de la calle Padre Berríos, la vida se consumía poco a poco.