Lo malo de ser bueno
No sorprende la novela de la ex ministra Sinde sin ningún asomo de segunda intención. El motivo es que, quien haya seguido la trayectoria de sus guiones esperaría un libro con parecidos ingredientes, en similares proporciones y cocinado según su sello narrativo y atmosférico: alegría y dolor. Tragedia y comedia. Ternura. Ironía. Búsqueda. Realidad por arrobas. Todo ello, adobado con la fermentación adecuada para producir buen sabor en el lector. Si hay que lanzar «imputs» sobre estas páginas, el crítico lo tiene meridiano: la familia como sucursal del infierno; miedos y prejuicios íntimos que nos limitan; el enemigo que todos llevamos dentro. Inmovilismo. Falta de asertividad. Hiperempatía enfermiza. Vicente tiene 37 años. La muerte de su padre frustró el sueño de doctorarse en Filología y le abocó al mostrador de la papelería familiar compartiendo negocio junto a su áspera madre. Tiene una única hermana, egoísta patológica, progenitora de tres hijos de otros tantos padres, que vive en sus «mundos de yupi».
Frente al enemigo
Este «buen hijo» apenas está rodeado de amigos. La última novia se pierde en la noche de los tiempos . No tiene deudas, no carece de ahorros, en su vida no existen sobresaltos ni disgustos pero su existencia está estancada. Es un buen ciudadano, un buen hijo, un buen hermano, un mejor amigo; lo que se conoce como un «tipo con principios», aunque en este momento se pregunta si la sumisión y la paciencia no han sido inconvenientes. A raíz de un accidente en el que su madre se rompe la clavícula, irrumpirá en su existencia una sirvienta rumana, Corina, que le hará replantearse su apocamiento, su falta de voluntad, sus miedos y los prejuicios que han limitado su suerte. Se verá frente a frente con el enemigo que todos llevamos dentro: nosotros mismos. Sinde no pretende hacer una obra de culto, quizá porque tiene los deberes culturales hechos. Es de agradecer su afán desacralizador y la distancia con su creación. Su prosa me recuerda a la de Elvira Lindo, a quien ha adaptado a la gran pantalla en su «Manolito el Gafotas» o «Una palabra tuya» y, acaso, por ósmosis, algo se le haya quedado entre las uñas. Como en ella, su narración es alegre y dolorosa. Patada en el hígado y sonrisa. Toma de decisiones, también. Verbo, en definitiva, con buen «tanino», mucho antioxidante y más cañí de lo que el título sugiere. Dentro de esta novela hay un ser humano desasosegado y en busca de consenso consigo mismo. Tal vez porque sólo ello mueve la literatura, el cine, el arte. Y bien lo sabe esta autora multidisciplinar de quien ser su contemporáneo puede llegar a convertirse en una suerte.