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Los Mann más íntimos

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  • Toni Montesinos

    Toni Montesinos

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Muy pocos autores contemporáneos podrían decir que fueron ídolos de Franz Kafka. Eso le ocurrió a Thomas Mann, cuyo relato de 1903 «Tonio Kröger» –que ya presentaba el habitual dilema literatura-vida dentro de un ambiente burgués que iba a aparecer en el resto de sus obras– constituía la lectura predilecta, a los veinte años, del futuro autor de «La metamorfosis». Por aquel tiempo, Mann ya se había consolidado como una joven realidad de la narrativa germana con varias novelas cortas y, sobre todo, con la extensa «Los Buddenbrook» (1901), cuyo eco en Alemania solo era comparable al que obtuvo en su día el «Werther» de Goethe y que se iba a traducir a numerosas lenguas. Muy pronto, pues, a Mann le llegaría la fama y el prestigio, y se erige, por voluntad propia, en el pope de las letras germanas, e incluso compite con su hermano mayor, el novelista y dramaturgo Heinrich Mann, cuya obra siempre despreció por vulgar aunque públicamente la alabara.
Este comportamiento es muy propio de Mann: la hipocresía más fina, como demostró el reputado crítico Marcel Reich-Ranicki apoyándose en las cartas y en el diario del escritor, en el apasionante «Thomas Mann y los suyos» (Tusquets, 1989). Es la actitud de un hombre serio, muy consciente de su talento y capacidad artística, seguro de sí mismo, que se había criado en el seno de una familia de comerciantes de Lübeck. Allí había nacido en 1875, para después trasladarse a Múnich a la muerte de su padre. Nada indicaba que, tras acabar los estudios, aquel joven que había entrado a trabajar en la oficina de una compañía de seguros se convertiría en uno de los autores más importantes de todos los tiempos (Ranicki comparó su universo literario con los de Joyce y Proust). Desde entonces, para Mann solo existió la literatura, y la voluntad de recrear sus propias dudas espirituales y creativas. Boda, seis hijos, una homosexualidad reprimida pero que conocían el resto de miembros y apuntada en obras como «La muerte en Venecia» (1912), y los días enteros encerrado en su despacho bajo el cuidado de su esposa Katia, a la que debió tanto según reconoció él mismo, escribiendo cuentos, ensayos y novelas monumentales como «La montaña mágica» (1924), la tetralogía «José y sus hermanos» (1934-1944) o «Doctor Faustus» (1947).
Progenie sin desperdicio
Para aproximarse directamente a estas distintas etapas, referencias personales y escritos, pero en relación con el resto de la familia Mann, llena de artistas, llega ahora un título imprescindible para el interesado: «Los Mann. Historia de una familia», de Tilmann Lahme (traducción de Joan Fontcuberta i Gel), que complementa el trabajo, tras veinticinco años de investigación, de Hermann Kurzke y su «Thomas Mann. La vida como obra de arte». Y es que, en realidad, seguir la vida únicamente del patriarca podía parecer insuficiente habida cuenta de que su progenie no tiene el menor desperdicio: la escritora y corresponsal de guerra, amén de actriz y cantante Erika, tan ligada a su hermano Klaus, novelista homosexual y al fin suicida en 1949, con el que compartía drogas y muchas confidencias personales; Golo, quizá el más discreto y que anheló el beneplático paterno cuando intentaba abrirse camino en el mundo universitario; Monika, muchacha indolente que sufrió una viudedad trágica; Elisabeth, casada con un hombre mucho mayor que ella, y Michael, violinista algo mediocre que consiguió, cambiando su instrumento por la viola, entrar en la Orquesta Sinfónica de San Francisco, para también acabar suicidándose en 1977 (la muerte voluntaria estaba en los genes de la familia; dos hermanas del patriarca se habían quitado la vida, y hasta la esposa de Heinrich muere por una sobredosis de somníferos en 1944).
Recurriendo de continuo a la riquísima correspondencia de ellos –toda una «amazing family», como se describen–, Lahme nos introduce en los intríngulis de unos vínculos muchas veces rodeados de desconfianza y envidia, de tóxicas relaciones sexuales, de preocupación extrema por el dinero –que los hijos no paran de derrochar y pedir a Katia– y reflexiones sobre lo que significó Hitler en sus destinos. De ahí que en buena parte del libro se siga a la familia en la California que les acogió tan bien, con el impulso financiero de mecenas y distinciones de diversos «honoris causa» para el padre, pero también en Nueva York o en viajes de regreso a Europa, por parte de Erika y Klaus, sobre todo, para continuar tomándole el pulso a una realidad bélica terrorífica. Todo un goce lector que también sirve para conocer cómo algunas de las narraciones de Thomas Mann se concibieron y desarrollaron en un clima de intensa preocupación por los seis descendientes, que nunca parecían encontrar acomodo en la vida, en el país, y que, para bien o para mal, siempre estuvieron a la sombra del hombre que tan petulantemente dijo una vez: donde esté yo, ahí estará Alemania.

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