Lucrecia Borgia: de orgías, nada
Curioso que haya sido él –el hijo del ferroviario socialista que quería ser pintor, el azote del poder político y eclesiástico, el Nobel «rojo»– el autor empeñado en rehabilitar la encarnación de cuanto ha denunciado toda su vida: Iglesia y poder. Pero, al tiempo, sólo de Dario Fo se podría esperar esta restauración moral de Lucrecia Borgia, que ha pasado a la historia como perversa, intrigante, incestuosa, sanguinaria, envenenadora y carente de escrúpulos. Cinco siglos de infundios han sido necesarios para que el gran dramaturgo la reivindique como mujer inteligente, caritativa, llena de sensibilidad e igual de maltratada por la historia que Cleopatra, María Magdalena, la princesa de Éboli o Ana Bolena. Aunque no sea su primera incursión en la narrativa –en 2002 publicó «El país de los murciélagos», en colaboración con su compañera Franca Rame, en puridad sí estamos ante su primera novela, que transita por los Borgia, Maquiavelo y el Renacimiento. Como buen desmontador de mitos y lugares comunes, atiende una vez más a su necesidad de restituir la dignidad de los «marginados», en tanto que, por más que Lucrecia estuviera en el centro del poder, no dejó de ser un títere en manos de terceros... Su pasión por la época viene avalada por más de diez obras de teatro. Con ese bagaje en la recámara, Fo está en disposición de sostener que no hay evidencias de que fuera una «femme fatale», envenenadora de hombres como sugieren la tragedia del francés Victor Hugo o el relato «Pecado que sea una prostituta», de John Ford. En ambos textos es retratada como una mujer sometida que aceptaba la corrupción, cuando en realidad tuvo la valentía de buscar no ser manipulada, vendida o chantajeada, y para escapar de ello se refugió en un convento... La «culpable» de semejante trayectoria vital murió con treinta y nueve años, vivió en pleno Renacimiento y el propio Maquiavelo enunció la síntesis de su trayectoria en la cita que abre este libro: «No son tan simples los hombres, y hasta tal punto obedecen a las necesidades del momento que aquel que engaña encontrará siempre alguien dispuesto a dejarse engañar». Según el dramaturgo, la desinformación sobre Lucrecia fue pergeñada por su propio padre –el cardenal español Rodrigo Borja, que llegaría a ser el Papa Alejandro VI–. El mismo que tuvo cuatro hijos ilegítimos con la próspera aristócrata romana Vannozza Catanei y otro más con Giulia Farnese, de 14 años, cuando él contaba 58 otoños. El Sumo Pontífice fue un calculador nato y empleó a sus hijos para hacer una política de alianzas matrimoniales digna de un hábil jugador de ajedrez apoyado por su vástago César, futuro «Príncipe» de Maquiavelo. Con el paso del tiempo, «la leyenda negra de la bella Lucrecia nació de la especulación que venía desde el siglo XVI, cuando de antiguos relatos fue copiada una historia inventada sobre el personaje, un regocijo de la corrupción y de la infamia, de la obscenidad y de la sexualidad llevada a sus extremos». Un «copy paste» de antiguo cuño. Y así, lo que estaba en tinta, se reprodujo hasta el infinito.
Como su Papa-padre se llevaba fatal con los Sforza de Milán, no tuvo rubor en casar a su hija con Giovanni, duque de Pésaro, de igual modo que cuando éste dejó de convenirle para su política de intrigas anuló el matrimonio acusándole de impotente. Sólo el obispo de Roma disfrutaba de esa facultad de anular alianzas y el Papa, a fin de cuentas, era él. Fue entonces cuando los Sforza propagaron la leyenda de las relaciones incestuosas de Lucrecia con su progenitor y que refrendó su hermano César, a saber por qué extraños fines. Incluso se habló de relaciones con su cuñado Francesco Gonzaga...
Una mujer mancipada y libre
Lucrecia fue moneda de cambio de las vendettas de su padre y, aunque es cierto que los libertinajes no le eran ajenos, siempre se llevaron a cabo fuera de casa: «Los Borgia organizaban sus orgías, sí, pero fuera de la familia, y a Lucrecia la inmolaban en otras camas. Antes, en la de Alfonso de Aragón y luego, en la de Alfonso D’Este». Tres maridos, el segundo asesinado, algún que otro amante, varios hijos, muchos abortos, demasiadas intrigas... Pese a este currículum, Fo no deja de incidir en la humanidad de Lucrecia, liberándola del cliché de mujer disoluta y sumergiéndola en su contexto histórico: aunque se trate de una dama emancipada y libre, que buscó superar las obligaciones y restricciones impuestas por la sociedad en la que vivió, «con gran dignidad y coraje, se aparta de aquel nido de víboras. Apasionada estudiosa de San Bernardino y Santa Catalina, funda un convento revolucionario basado más en las obras que en la oración y en Ferrara crea un Monte de Piedad para ayudar a los más pobres, ocupándose incluso de las cárceles», resume el autor. Dario Fo hace especial énfasis en el sufrimiento de Lucrecia por el asesinato –de mano de César Borgia– de su segundo marido, Alfonso de Aragón, además de su habilidad diplomática en la conducción política del ducado de Ferrara que le confió su tercer esposo. Incluso se apoya en el noble francés Pierre Terrail de Bayard para sostener que «era bella, gentil y dulce con todos», lo que sin duda pudo evocarle a su propia esposa, la recientemente desaparecida actriz y autora Franca Rame, que iba a las cárceles, se ocupaba de los enfermos de sida y buscaba la justicia social.
Lucrecia, fallecida en 1519 por complicaciones derivadas de un parto, fue una mecenas de las artes –como toda su familia– que acogió en la corte de Ferrara a poetas y humanistas como Ludovico Ariosto, Ercole Strozzi, Gian Giorgio Trissino o su amante Pietro Bembo, a quien le fascinaba el arte, la poesía y el teatro. No es de extrañar que la personalidad de este creador haya sido el cicerone emocional que ha guiado al Nobel hasta la personalidad de Lucrecia y su rigor al reivindicarla en este texto mixto entre novela, indagación histórica, ensayo e ilustraciones. Sí, el libro se completa y complementa con dibujos del propio escritor, que arrojan luz sobre una vida enfangada en sombras.