Morir por el Nilo
Las fuentes del Nilo fueron un misterio desde la antigüedad. Richard Burton y Jack Speke las alcanzaron, pero en esa aventura hubo otros, como el propio Livingstone.. «En busca de las fuentes del Nilo». Tim Jeal. Crítica. 512 páginas, 32,60 euros
La pronunciación de la palabra evoca antigüedad y exotismo, misterio y faraones, turismo consumista y libros de viajes: Nilo. Los autores de novelas históricas de entretenimiento, con Agatha Christie de «Muerte en el Nilo» (1937) a la cabeza, lo saben bien: «La dama del Nilo», «El secreto del Nilo», «La rosa del Nilo», «La boca del Nilo», «Cleopatra, reina del Nilo»... Infinito el número de obras de ficción, viajes e historia sobre el río más largo del mundo junto con el Amazonas. Imposible, también, nombrar a los escritores que quisieron visitarlo tras el intento de Napoleón de conquistar sus tierras en 1798. Durante la primera mitad de siglo XIX hubo visitas de pedigrí, como las de Chateaubriand en 1806 y Flaubert en 1849, y entre esos años, la del italiano Giovanni Belzoni, que publicó su «Descripción de Egipto» entre 1809 y 1828. A este egiptólogo le movía el afán por encontrar excavaciones, y llegó a alcanzar la segunda catarata del Nilo y abrir el templo de Abu Simbel.
Buscar antigüedades en ese paisaje para nutrir el Museo Británico suponía una aventura, pero ir más allá, hacia el sur, en busca de las fuentes del Nilo, es algo que hoy deja a uno perplejo cuando se conocen peripecias como las estudiadas por Tim Jeal. Éste ofrece una minuciosa crónica de los diversos viajeros que se vieron desafiados desde la Antigüedad, desde Heródoto (siglo V. a.C.), que ya habló de la importancia del río para la población y de la posible ubicación de su nacimiento, hasta Diodoro de Sicilia y, ya en nuestra era, Tolomeo.
Una estirpe de hombres
Pues bien, hombres como Richard Burton, Jack Speke, James Grant, Samuel Baker, David Livingstone y Henry Stanley (no hay que olvidar a una mujer entre ellos, Florence von Sass), de 1856 a 1876 se propusieron desentrañar el enigma: ¿dónde demonios estaba la fuente del Nilo?, aun a riesgo de perder la vida de las más variadas, espeluznantes e imprevisibles formas que imaginar se puedan. «La determinación casi sobrehumana de no rendirse jamás que caracteriza a los grandes exploradores, incluso cuando están a punto de morir ahogados, de malaria o de fiebres causadas por las garrapatas» (pág. 308) es el nexo común de estos seres adictos a África que buscan gloria y honores, que son capaces de lo mejor y lo peor para lograr su propósito.
Pero concretemos la cuestión misteriosa: «Durante milenios el misterio del Nilo siguió sin resolverse. ¿Cómo es posible que el río fluya indefectiblemente todos los días del año a lo largo de casi dos mil kilómetros a través del desierto más grande y más seco del mundo conocido sin recibir ni un solo afluente que incremente su caudal?», expone Jeal. La respuesta implicaba enfrentarse a asuntos como los siguientes: paludismo y malaria, crímenes por parte de traficantes de esclavos o de marfil, úlceras incurables, ataques de caníbales y de moscas tsé-tsé, sanguijuelas en lodazales, decapitaciones públicas, muerte por flechas o jabalina, arrancamiento del escroto (los somalíes se lo colgaban como adorno en el brazo) y demás monstruosidades. Pero aquellos exploradores siguieron adelante pese a que sus acompañantes morían como moscas: la mujer de Livingstone, las esposas e hijos de varios misioneros que le acompañaban, más los guías y animales que llevaban consigo.
El teniente Burton, políglota (sabía indostánico, maratí y gujarati, árabe, persa y sánscrito) y aficionado a disfrazarse, merece un aparte: tras su paso por la India, había peregrinado a La Meca vestido de buhonero musulmán, después de circuncidarse. El caso es que, junto con Speke, sería víctima de un lancero somalí: «La lanza le penetró por una mejilla y salió por la otra», pero se salvó, igual que su colega, que pese a estar amarrado y recibir pinchazos que le alcanzan el hueso y casi le atraviesan la yugular, logró zafarse de sus captores. Así era el día a día de esos imperialistas megalómanos: ulceración de la lengua de Burton que le impedía hablar y dolencias que le imposibilitaron moverse durante meses; Baker y su mujer perdiendo el sentido; y al fin Stanley con aquella frase que ¡es falsa!, según Jeal, algo que el aventurero añadió después en su crónica: el famoso «¿El Dr. Livingstone, supongo?».