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¿Por qué nos defraudó Fidel Castro?

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Hace un par de años se publicaba «El cronista de cine», primer volumen de la obra completa en marcha de Guillermo Cabrera Infante (Gibara, Cuba, 1929-Londres, 2005), que recogía sus escritos cinematográficos, exponente de su otra personalidad literaria que, bajo el acrónimo de G. Caín (primeras sílabas de sus apellidos), generaría impagables textos como los agrupados en «Un oficio del siglo XX», modélica expresión de crítica fílmica desarrollada en el mejor estilo narrativo. Aparece ahora un segundo tomo, igualmente en impecable edición y prólogo de Antoni Munné, que, bajo el título de «Mea Cuba antes y después», incluye un variado material de temática cultural y política que, tratándose de este autor, tiene mucho de significación autobiográfica, retrato intimista y testimonio civil. Uno de los aspectos más interesantes del volumen consiste en lo que tiene de crónica personal de un desengaño. El ilusionado joven entregado a los ideales de la revolución cubana irá cuestionando sus principios humanistas, transitando hacia la abierta crítica antigubernamental, viviendo el consecuente exilio y acabando por centrar esta frustración en una totémica bestia negra: Fidel Castro. Erigido éste en símbolo de un espejismo colectivo, representación de toda tiranía utopista, nuestro escritor transformará esta obsesión en un creativo espacio ficticio, en un cuerpo temático de gran potencia estética.
FIRME ESTILO LITERARIO
Abre el libro sus colaboraciones en el suplemento literario «Lunes de Revolución», que dirigió a lo largo de toda su publicación, entre marzo de 1959 y noviembre de 1961. Se accede así a importantes crónicas socioculturales, como «El misterio de Antón Chéjov», sobre la recepción de este autor ruso en la Cuba comunista; o «Las vértebras de España», reflejo de un ambiente intelectual todavía deudor de la cercana postguerra; sin olvidar ese alegato antiestadounidense motivado por Bahía de Cochinos que es «La letra con sangre»; o el divertido y crítico artículo «Hemingway y Cuba y la Revolución». Páginas que evidencian la firmeza de un temprano aunque consolidado estilo literario y atisban una aún embrionaria y algo inconsciente disidencia. Sigue «Así en la paz como en la guerra», su primer libro publicado, un conjunto de cuentos pintorescos y descriptivos que se verá rechazado por su autor en un futuro en el que ya no participaba de esa complaciente estética. Continuamos con «Vista del amanecer en el Trópico», conjunto de impresiones y paisajes que aparecerá ya en el exilio y es el germen de lo que sería, en corregida ampliación, su célebre novela «Tres tristes tigres». Capítulo aparte merecería «Mea Cuba» (1992), el combativo volumen que recoge sus artículos en la prensa internacional, de clara significación anticastrista, aunque de ponderada y certera diagnosis cul-tural y moral sobre una época, al tiempo que invitaba, desde la izquierda liberal, a un replanteamiento del esquema revolucionario. Desde su bella dedicatoria inicial: «A Néstor Almendros, un español que supo ser cubano», a las filias y fobias –Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, respectivamente– que suscitaría, esta es una obra clave para entender el sentido democrático del compromiso político y la ineludible libertad requerida en todo proceso de creación literaria. Acaso sea, en figurado y expresivo título, «Mordidas del caimán barbudo», el artículo que mejor radiografía la controversia intelectual del caso cubano, como ejemplo de encuentros o disidencias de variado género. «Vidas para leerlas» reúne un conjunto de semblanzas literarias por el que desfilan Calvert Casey, Alejo Carpentier o Reinaldo Arenas; un género este que nuestro novelista dominaba bajo el criterio de una singular ironía, como lo demuestran otras siluetas recogidas en los apéndices del volumen, en los que encontramos a Lezama Lima o Che Guevara y la historia real de su conocido retrato a cargo del fotógrafo Alberto Korda.
Entusiasmos utópicos
Por esta modélica edición transitan las luces y sombras de una revolución y un régimen político sobre el que aún hoy gravitan importantes intereses internacionales. Cabrera Infante supo exponer el inicial entusiasmo de utópicos ideales, ciertos innegables logros sociales, la decisiva intervención soviética en la isla, la tutela estadounidense percibida como una amenaza, la criminalización de la homosexualidad, las tensiones con la iglesia católica, el fomento de la intelectualidad orgánica, la trascendencia mundial del «caso Padilla» (poeta, recuérdese, encarcelado por su oposición al castrismo), o la vivencia popular de estos acontecimientos.
Cabe señalar que no estamos n sólo ante la crónica testimonial de una disidencia, el fundamentado alegato político o la proclama antidictatorial, porque este volumen incide en la voluntad estilística del mejor periodismo literario, con un alto nivel cualitativo mantenido a lo largo de décadas. El agudo observador de la realidad, el irónico –cuando no cínico– cultivador de la más rigurosa estética, quien nos deparara cultos e ingeniosos comentarios sobre la más diversa vida cultural de su tiempo, mantiene su vigencia en estas páginas que son la novela de una vida. Y presente, ante todo, la función del escritor como tema recurrente de hondo contenido ético, necesitada de un libre soporte social; a propósito del represaliado autor de «Paradiso», se lee: «Fue Lezama quien inventó la metáfora del creador como un poseso penetrado por un hacha suave. Pero ¿qué del poseso al que se le niega toda posesión: la esencia y la existencia y el mismo cuerpo sólido que contiene su conciencia?» (pág. 984). En suma, el mejor Cabrera Infante: ocurrente, penetrante, vital, comprometido, imprescindible.