Qué lástima de actores
Quienes sostienen que la novela ha muerto como género literario de la modernidad, deben leer con toda urgencia a Marta Sanz (Madrid, 1967). En los últimos años –recordemos tan sólo «Daniela Astor y la caja negra»– esta narradora ha construido un espacio de ficción marcado por una creativa ironía, la originalidad de atrabiliarios argumentos y grotescos personajes, así como una irrenunciable crítica social de humorística lucidez. «Farándula», reciente Premio Herralde de Novela, es una historia ambientada en el mundo del teatro como reflejo de las luces y sombras de la propia condición humana, incidiendo, de paso, en una particular feria de las vanidades donde los dramas íntimos de los protagonistas conviven con un aparatoso y mundano glamour.
Todo arranca con el proyecto de llevar a escena la trama de «Eva al desnudo», la mítica película de Joseph L. Mankiewicz, lo que da entrada a una variada tipología actoral: Laura Falcón, reconocida diva que envejece dignamente; Ana Urrutia, aquejada de síndrome de Diógenes; Natalia de Miguel, ilusionada aspirante al triunfo inmediato; el arribista y fantasmal Lorenzo Lucas; y, sobre todo, Daniel Valls, reivindicativo actor contestatario, engreído y oportunista.
Toda esta fauna habita una atmósfera de galopantes narcisismos, inextinguibles odios personales, fracasadas seducciones amorosas, incontables susceptibilidades heridas, y una arraigada ternura también en todo ello, seña identitaria de unos desvalidos seres obsesionados con la fama y el éxito. No en vano, el filme de referencia subraya el carácter taimado de un ámbito en el que una joven meritoria desbanca, con melosos engaños, a la endiosada –inolvidable Bette Davis– primera actriz. En «Farándula» un personaje pregunta a otro el significado de esta palabra, y leemos: «La farándula es la síntesis de faralaes y tarántula» (pág. 113).
Servidumbre y grandeza, alegría y veneno del viejo arte de la interpretación y el fingimiento, desfilan por estas páginas el ceremonioso boato de premios y distinciones, las solidarias galas benéficas o el sempiterno proyecto de las casas del actor jubilado; lujo y filantropía que no esconden una cierta desolada mirada: «En el oficio de actor siempre habían existido las clases y cierta movilidad social: bufones, chaperillos, chicas de alterne, cuatro ojos, gafapastas, grandes lectores, friquis, bohemios, semidioses, idolillos, titanes, divas, recogepelotas y gente de orden» (pág. 211).