¿Qué pinta Warhol aquí?
No resulta fácil lograr una novela intelectual, de justificado contenido teórico y rigurosos planteamientos conceptuales que integre acertadamente factores sentimentales e intimistas en el seno de una trama intrigante y sorpresiva. Es el caso de «El instante de peligro», historia con la que Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) ha quedado finalista del último Premio Herralde de Novela. Este profesor universitario de Historia del Arte, que ya había destacado con su anterior y prometedora novela, «Intento de escapada» (2013), presenta ahora una ficción de cierto tono autorreferencial en la que un joven docente español especializado en la proyección literaria de la cultura visual regresa, doce años después de su inicial estancia becada, al Clark Art Institute de Williamstown, prestigiosa institución estadounidense, con el encargo de analizar unas películas y fotografías antiguas fortuitamente encontradas en un anticuario. Este contexto argumental desarrolla, bajo la influencia de Walter Benjamin, la idea de que el pasado no es una mera reconstrucción histórica; es, en realidad, un recuerdo atrapado en una experiencia propia, en un momento de singular tensión vital, en un «instante de peligro».
La imprecisas imágenes que debe analizar y glosar el protagonista, apenas unas sombras humanas en el muro de unas ruinas, constituyen un creativo juego de espejos en el que el objeto que miramos también «nos mira». El viaje, junto a otros colegas, a la localidad de donde procede ese conjunto visual activará, entre diversas peripecias sentimentales y una creciente frustración académica, una catarsis íntima en nuestro profesor, que ya no será el mismo en su profunda concepción del devenir humano: «Pensé entonces que las sombras en el fondo no dejan nunca de caminar con nosotros. Se quedan ahí. Nos cobijan. Son ecos del tiempo» (pág. 189). La mirada del relato adquiere la subjetividad de la novela-carta dirigida a una anterior amante; a partir de aquí, entre el análisis teórico y la pulsión emotiva, se suceden cuestiones como el estático cine experimental de Warhol, la expresión visual necesitada de un texto literario, la cuestionable autoría única de la obra de arte o la felicidad como una aspiración entre estética, amorosa y sexual. Una leve, aunque no banal, intriga recorre esta historia, que se resuelve en la autoría de quien filmó y fotografió aquella pasada realidad que ahora resucita desengañadamente: «Sé que algún día todo se borrará para siempre. Pero ahora también sé que las imágenes continúan reverberando, como un eco, siempre, incluso cuando ya no queda nadie para recordarlas» (pág. 223).